El próximo mes de diciembre La casa de papel terminará por segunda vez. Su primer final se emitió el 23 de noviembre de 2017 en Antena 3. Empezó a las 22.53. El atraco de El Profesor (Álvaro Morte) y sus secuaces a la Fábrica de Moneda y Timbre, que había empezado arrasando con 4,5 millones de espectadores, terminaba 15 episodios después habiendo perdido la mitad de esa audiencia por el camino. “La serie estaba cerrada. Terminó cuando consideraron que tenía que terminar”, matiza hoy Jaime Lorente (Murcia, 29 años), el actor que interpreta a Denver, el ladrón más chulo de una banda ya de por sí bastante macarra. “Empezó con mucha audiencia porque se estrenó después de un partido de la Champions, un Madrid-Atleti”, añade Miguel Herrán (Málaga, 25 años, Río en la serie). “Luego fue bajando, pero eso es normal en cualquier serie española”. Lo que no es normal es todo lo que ocurrió a continuación.
La quinta y (esta vez sí) última temporada de La casa de papel ha comenzado el 3 de septiembre con una tanda de cinco episodios. La serie, que cuenta los espectaculares atracos de una banda de ladrones a instituciones (jamás a personas) multimillonarias, se despide en un mundo completamente distinto al que la vio nacer, no solo por lo de la pandemia sino porque Netflix, la plataforma que la resucitó, ha cambiado las reglas de la industria audiovisual. Hoy es la cuarta ficción más vista de su catálogo, al que tienen acceso más de 208 millones de suscriptores en 190 países.
Si esta última temporada llega en dos tandas es porque, cuando publicaron el tráiler en primavera, la mayoría de usuarios en redes sociales asumieron que su estreno era inminente. Netflix decidió adelantar el lanzamiento de la primera mitad. Al fin y al cabo, el fenómeno de La casa de papel empezó con un clamor popular. Tras su emisión en Antena 3, Netflix la incluyó en su catálogo por la puerta de atrás y su popularidad fue creciendo exclusivamente gracias a que los usuarios la recomendaban. El 17 de abril de 2018 la plataforma anunciaba que era la serie de habla no inglesa más vista entre sus títulos. Al día siguiente, anunció que La casa de papel continuaría en Netflix. El símbolo perfecto del nuevo ecosistema audiovisual.
Lorente recuerda perfectamente la primera vez que se dio cuenta del fervor que despertaba la serie fuera de España. Tenía que acudir a un evento de Netflix en Roma, pero al estar rodando Élite llegó más tarde que sus compañeros y ninguno de ellos le avisó de que había miles de personas esperándolo solo a él. “Abrí la puerta del coche, los de seguridad me cogieron de los sobacos y me llevaron en volandas como a un pececillo”, recuerda. Miguel Herrán se acuerda de otra vez en Cerdeña: “Nos sacaban de los hoteles, la gente nos perseguía por la calle, otros se paraban en las carreteras con banderas para saludarnos. Alquilamos una lancha y la gente nos perseguía con yates, cuando parábamos venían nadando y se subían a nuestra lancha. Nos quedamos encerrados en un restaurante, tuvo que venir la policía a desalojar el pueblo”.
En cuestión de semanas, un reparto que, en su inicio, si por algo llamaba la atención era precisamente por la ausencia de estrellas (salvo quizá Úrsula Corberó y Alba Flores), se había hecho célebre en 190 países. Jaime Lorente solo era alguien entre la audiencia de la sobremesa española (su única experiencia habían sido varios episodios de El secreto de Puente Viejo en 2016) cuando, de la noche a la mañana, la gente empezó a imitarle por la calle. Imitaban a Denver, claro, porque lo único que tiene Jaime de bruto es la mandíbula: ha publicado un libro de poesía (A propósito de tu boca, editado por Espasa es Poesía), se pasó el confinamiento leyendo a Lorca para sus 14 millones de seguidores en Instagram y ha hablado abiertamente sobre la depresión y la ansiedad que padece. Tras debutar en el cine a las órdenes de uno de los cineastas más respetados del mundo, Asghar Farhadi, en Todos lo saben (2018), Lorente ha encabezado la serie española más cara de la historia, Cid (Amazon Prime Video). Y aunque pueda parecer contradictorio rechazar la fama y seguir metiéndose en proyectos ambiciosos, confía en que cuantos más papeles interprete menos caso le hará la gente a él.
Haga lo que haga, será en España. “Yo no me quiero ir, ¿por qué me voy a querer ir? Hacemos cosas que son la hostia, vivimos en un país que es la hostia y ahora mismo tenemos una especie de responsabilidad. Mi país me ha dado mucho”, afirma. Herrán está de acuerdo: “Como actor español quiero apostar por la industria de mi país. O sea, ¿me das el éxito y cojo y me piro con él? A mí me han ofrecido irme a rodar a Miami y en cuanto me surgió una peli aquí me quedé. Si puedo elegir, me quedo aquí”.
A Miguel Herrán se lo encontró Daniel Guzmán en la calle (literalmente) y le ofreció un papel en su debut como director. A cambio de nada (2015) les dio un Goya a cada uno y a los 20 años, por primera vez en su vida, Herrán encontró un rumbo: dejó atrás la vida callejera y se centró en currarse una carrera como actor. La casa de papel precipitó los acontecimientos y él se descolocó. “Cuando te llegaba un proyecto tenías claro que te habían cogido por tu talento, confiabas más en ti mismo y en tus herramientas. Ahora siempre dudo si me cogen por mí o por la imagen que se vende de La casa de papel”, confiesa. Lo primero que hizo al conocer al director de su próxima película fue preguntarle por qué le había fichado. “Porque hiciste el mejor casting”, le respondió. Fue uno de los mejores momentos de su vida.
Al igual que su compañero Lorente y otros artistas de su generación, Herrán ha abordado con naturalidad sus problemas de salud mental. Si con el confinamiento Lorente descubrió que no sabía cuáles eran sus propias aficiones, Herrán vio que no era capaz de disfrutar el momento porque siempre estaba pensando en lo siguiente. La ansiedad, enredada con una vigorexia que sufrió en la adolescencia y cuyo fantasma nunca desaparece del todo, le ha provocado un sufrimiento que él prefiere explicar: “De toda la gente que se te acerca muy poca te pregunta qué tal estás, asumen que estás de puta madre porque eres famoso”.
Irónicamente, la fama es el talón de Aquiles de estos dos hombres estratosféricamente conocidos. Mientras aún estaban aprendiendo a gestionarla, Herrán y Lorente aparecieron en Élite en 2018, otro éxito mundial de Netflix que provocó una curiosa estadística: Herrán se convirtió en la cuarta estrella de la plataforma que más seguidores había ganado en Instagram en 2018, Lorente era la quinta y María Pedraza, también intérprete en ambas series, la sexta. “A veces he tenido la sensación de ser un actor Netflix”, confiesa Herrán. La influencia de la plataforma es tal que ha cambiado hasta el significado de los colores: el otro día Lorente fue al teatro, el escenario se iluminó de rojo al inicio de la obra y pensó: “Netflix”. “Tú acabas de ganar un Goya [como actor revelación en 2016, por A cambio de nada] pero te sacan del cine español y de repente eres un actor Netflix que va a hacer esto y lo otro. Hasta la película que protagonicé, Hasta el cielo (2020), ha estado en Netflix también”. La plataforma ha anunciado que adaptará Hasta el cielo al formato serie. Miguel Herrán no participará en ella.
La casa de papel era desde el principio un producto tan exportable —las máscaras de Dalí que llevan los atracadores, sus alias de ciudades internacionales, el ritmo hollywoodiense de la narración— que casi parece que lo tuviesen todo planeado. Excepto porque si lo hubieran planeado no habría salido tan bien: hay golpes que se tienen que improvisar sobre la marcha. El aspecto justiciero del argumento, a lo Robin Hood, Ocean’s Eleven o Snatch, cerdos y diamantes, provocó que las primeras lecturas del fenómeno fuesen políticas. “La serie hace un guiño al momento histórico que vivimos, en el que todos nos sentimos víctimas de un sistema que solo querría nuestra pobreza”, analizaba Il Corriere della Sera. “¿Una incitación a la rebelión?”, preguntaba Le Monde. El exalcalde de Ankara pidió a los servicios secretos que interviniesen en ese “símbolo de rebeldía muy peligroso”. Las máscaras de Dalí proliferaban en los manifestantes contra el gobierno de Macri en Argentina, en los billetes que lanzaban los artistas antisistema uruguayos y en el carnaval de Río de Janeiro. “El nombre original iba a ser Los desahuciados, porque hablaba de gente que estaba desahuciada y a través de [este atraco] se buscaba una nueva vida”, indica Lorente.
Pero la dimensión del fenómeno acabó por disipar cualquier lectura sociopolítica. Aquel contundente debut gracias al Madrid-Atleti de la Champions no fue casual: el público potencial de esta serie es el mismo que el del fútbol, o sea, prácticamente cualquiera. Entre sus fans se encuentran Neymar, Romeo Santos, Chiara Ferragni, muy probablemente nosotros mismos y buena parte de los miembros de nuestras familias. La popularidad de La casa de papel se ha beneficiado de su contundente simpleza: La casa de papel es exactamente la serie que parece, una en la que el líder de la banda usa expresiones como “vamos a liarla parda” y en la que el ataúd de Nairobi (Alba Flores), asesinada la temporada pasada, tenía escrito “la puta ama”. Una serie que ha inspirado la escape room más grande de Europa.
Su hazaña se ha tratado en los mismos términos que la de un equipo de fútbol humilde al que nadie ve venir (el Dépor del centenariazo, el Leicester de Ranieri en 2016), cuyos forofos además apoyan mediante insignias, cánticos, tatuajes y hasta cierta conexión identitaria. Existe un orgullo nacional hacia el triunfo de La casa de papel solo comparable al que despierta Nadal, Gasol o Belmonte. “Es que tiene los mismos elementos que un club de fútbol”, señala Jaime Lorente. “Hay un entrenador, unos jugadores, una equipación, un himno, un color y unas tácticas”.
Cuando se emitió la tercera temporada de La casa de papel, la primera en Netflix, se hablaba más de su repercusión internacional que de los personajes. A nadie le importaba lo que La casa de papel significase. Los colores están por encima de sus jugadores: la estrella de La casa de papel es La casa de papel. “Eres una especie de souvenir. Y muy barato”, indica Lorente respecto a su rol como pieza del enorme engranaje. “Tú compras algo en el supermercado y quieres lo que hay dentro de la caja. El éxito es más difícil de gestionar que el fracaso, porque el fracaso se te olvida pero el éxito no te lo puedes quitar ni con aguarrás”.
Según Miguel Herrán, a algún que otro compañero “se le piró un poco la cabeza” con el pelotazo mundial. “Es que tú puedes ser un actor al que no le gusta la fama o puedes ser un actor al que sí le gusta”, señala Lorente. “Y si te gusta y te ocurre un fenómeno así hay un 99% de posibilidades de que acabes volviéndote un gilipollas”. Ambos coinciden en que a quienes no les gusta la fama, como es su caso, tienen muchas probabilidades de “terminar tristes” y de plantearse abandonar la interpretación. “Yo adoro mi trabajo pero no me gusta tanta exposición. De repente voy por la calle y me gritan ‘¡Río!’ y me chistan. Eso es lo que más odio, que me traten como a un perro: ‘¡Eh, tú, Río!’. No valoran tu trabajo o tu interpretación”.
De acuerdo con los cánones de Hollywood, por los que se rige La casa de papel, cada nueva entrega no puede limitarse a continuar la historia. Tiene que hacerse más grande que la anterior. De rodar en Colmenar Viejo (Madrid) pasaron a hacerlo en Tailandia o en Italia. El creador de la serie, Álex Pina, admitió en una entrevista con EL PAÍS en 2020 que a la hora de afrontar su debut en Netflix les invadió un pánico a los espacios vacíos. “Estábamos acojonados. Nos decíamos: ‘No sé si esto es bueno o no, pero que no aburra”. Tras su mudanza a Netflix, los atracadores dejaron de mantener conversaciones al lado de mesas llenas de botes de champú Natural Honey, pero por otra parte se vieron atrapados en un constante “no hay cojones”. Claro que es precisamente esa vocación de epatar, de llegar al siguiente clímax como sea y cuanto antes y de ser una flipada, lo que despierta la euforia de su afición.
“Es que la premisa de La casa de papel ya era muy extrema, si aceptas eso ya te entra cualquier cosa”, explica Lorente. “La intención siempre fue hacer un gran entretenimiento para ver con palomitas y coca-cola, no despertar una revolución en Brasil”. Herrán opina que, conforme las pantallas se han ido volviendo pequeñas, es la industria lo que se ha vuelto demasiado grande: “Se consume demasiado, hay demasiada oferta y te tienes que distinguir en algo. ¿Y qué haces? Llevarlo todo al extremo. El ejemplo perfecto es Élite, no la he visto pero todo el mundo me está diciendo que esta temporada es una barbaridad, que se han pasado... Pero claro, si no, tienes 10.000 productos iguales”.
Lorente reconoce que hay momentos en los que ha sentido que tanto ruido asfixiaba lo que realmente enganchó al público: sus personajes. “Para mí hay temporadas en las que cosas que deberían resolverse mediante una conversación se resolvían en medio segundo o con una mirada”, lamenta. “Sí, pero a mí tampoco me gusta cuando en una película están en un puto atraco con siete bombas y se para todo para abrazar a la niña mientras el secuestrador está inconsciente y le da tiempo a levantarse”, rebate Herrán. “Aquí eso no pasa: el frenetismo no te da tiempo a hacer absolutamente nada, pero el espectador tampoco se va a dar cuenta. Se va a fijar en la bomba, en la mirada y cuando se quiera dar cuenta se ha acabado la serie. De hecho yo creo que mucha gente mientras ve series está buscando cosas en el móvil sobre la serie, sus actores...”.
La serie se ha aplicado aquello de que hay que irse de la fiesta mientras todavía es divertida. Pero lo va a hacer volándolo todo por los aires: su última temporada es un blockbuster bélico que hacia el final recogerá los bártulos y se centrará de nuevo en sus personajes. Tanta guerra ha dejado a los actores con un cierto síndrome postraumático y al describir el rodaje de estos últimos 10 episodios Herrán evoca involuntariamente al coronel Kurtz de Apocalypse Now: “Infinitos... infinitos...”.
“Yo he estado pegando tiros los 10 capítulos, tío”, dice Lorente. “Tres semanas con una secuencia en una cocina que luego durará tres o cinco minutos. Todos los días lo mismo. A mi personaje le pasa, yo creo, lo más fuerte que le ha pasado a nadie en la serie, una escena emocional y físicamente complicadísima, la puta guerra. Llegaba un punto en el que me levantaba y oía: ‘Otra vez... ¡Otra vez!”.
Miguel Herrán. Yo he estado tres semanas lanzando una granada. Es agotador porque a mí me gusta interpretar.
Jaime Lorente. Eso es. Y hay días que no te sientes actor.
M. H. Claro, piensas, joder, soy un figurante bien pagado. Estoy aquí sin decir nada, sin hacer nada, sin sentir nada, con la cámara tan a tomar por culo que no sé si realmente se me está viendo. Gastando toda mi puta energía para hacerlo lo mejor que puedo. Y llega un momento de desesperación a la segunda semana que dices, ‘mira tío, no puedo más’. Y luego te dicen que aguantes un poco, que luego llega tu [plano] corto. Y contestas: ‘¡Claro, pero por qué no lo hiciste hace una semana!’.
J. L. Ahora estás vacío.
M. H. Estás completamente vacío.
¿Y no se siente uno como un niño jugando a pegar tiros?
M. H. De hecho, no se disfruta. Piensa que es un arma que pesa tres kilos y medio, que tú estás todo el rato fingiendo porque no dispara de verdad. Y no ves nada.
J. L. El polvo se te mete en los ojos, toses, al de efectos se le va la pinza y te explota algo en la cara.
M. H. Tienes un petardo aquí, te salta una astilla...
J. L. Es que vas con miedo a veces. ¿Te acuerdas de aquella bombona que estaba detrás de ti? Es peligroso tío, es peligroso.
M. H. ¿Y el petardo ese que te metieron por aquí? [se señala al brazo]
J. L. Sí, sí, que me estalló en un tiro.
¿Podría decirse entonces que tenían ganas de terminar?
J. L. Sí, porque la intensidad que uno vive en el rodaje de La casa de papel es fortísima. Es un clímax de 10 horas.
M. H. Claro, son todos los conflictos tan grandes, tan gordos, tan intensos, que uno termina desesperado. Agotado anímicamente.
¿Y cómo se puede cerrar en condiciones algo que ha acabado siendo tan grande?
J. L. Volviendo a la esencia de los personajes, que fue de lo que la gente se enamoró al principio, los personajes. La guerra ha venido después.
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