Pocas veces fue tan caro comer. En plena escalada inflacionista global, los alimentos se han sumado a una tendencia tan preocupante para el bolsillo de los consumidores —especialmente para los de menores recursos— como para los bancos centrales. La pandemia ha trastocado todas las fichas del dominó económico, y el sector primario no es ni mucho menos ajeno: un inusual y peligroso cóctel de menor oferta y mayor demanda ha elevado en un 30% los precios en origen en solo un año, su nivel más alto en una década, según los datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO).
Los precedentes son escasos. En términos nominales, es el nivel más alto en una década, desde la edad de oro de las materias primas. En términos reales —si se pone en relación con la evolución de otros productos de la cesta de la compra—, hay que remontarse hasta la década de los setenta. La economía de entonces era otra: la globalización apenas empezaba a asomar la cabeza, el mundo estaba en los albores de la crisis del petróleo y se vivía —se sufría, más bien— una espiral inflacionista que no admite paralelismos con nuestros días.
Más allá de la cota alcanzada, lo más llamativo está en la velocidad a la que se han disparado los precios de los alimentos. “Como con los cuellos de botella en el transporte, parece coyuntural y no debería ir para muy largo. Pero es una tormenta perfecta en la que confluyen muchas cosas a la vez”, enfatiza Chema Gil, director del Centro de Investigación en Economía y Desarrollo Agroalimentario (Creda) de Barcelona y profesor de Economía Agraria de la Universidad Politécnica de Cataluña.
Aunque el alza es generalizada, hay importantes diferencias por grupos de productos: el mayor aumento, por mucho, es el que afecta a los aceites vegetales, que suben un 75% desde octubre del año pasado, seguidos a gran distancia por el azúcar (+40%) y los cereales (+22%). La escalada de estos últimos es especialmente significativa: además de ser la clave de bóveda de la dieta a lo largo y ancho del mundo, tienen un significativo efecto arrastre sobre otros subgrupos de productos, como la carne —por estar en la base de la alimentación del ganado—, que se encarece un 22%.
La extraordinaria confluencia de factores a la que se refiere Gil pasa por un fortísimo estirón de las compras del país más poblado del planeta, China, que en la primera mitad del año pugnó con fuerza en los mercados para reconstruir sus reservas estratégicas. También por un aumento en la demanda de biocombustibles (etanol, biodiésel), que son mucho más atractivos con la energía en máximos, como hoy, y que presionan al alza tanto al azúcar como a los aceites. Y por una menor oferta de lo habitual en algunos de los mayores productores de alimentos del mundo por factores climáticos: inundaciones en Asia, sequía en Brasil —la peor en casi un siglo—, Rusia y en varios Estados de EE UU. El reciente encarecimiento —este sí, sin precedentes— de los fertilizantes, un elemento clave en la matriz de costes agrícolas y cuyo precio baila al son del gas natural, ha terminado de añadir chile a una salsa ya de por sí picante.
Dinero llama a dinero, y nadie quiere quedarse sin su trozo del pastel. Con los mercados alimentarios en trayectoria alcista y toneladas de liquidez en busca de destino, la especulación ha crecido con fuerza en los mercados alimentarios. Este fenómeno de “creciente financiarización”, en palabras de Brigit Busicchia, profesora de la Macquarie University de Sídney (Australia), “está perturbando los fundamentos tradicionales de la oferta y la demanda en el sector primario, y está amplificando las fluctuaciones” de precios. La comida, refrenda al otro lado de la línea telefónica Ervin Prifti, economista sénior del Fondo Monetario Internacional (FMI) especializado en temas agrícolas y de seguridad alimentaria, es un activo como cualquier otro. “E igual que el dinero fluye hacia otros mercados, también lo hace hacia este, contribuyendo a la subida. ¿Cuánto? Aún no se puede saber, pero sin duda está afectando”.
Las cifras de la FAO recogen únicamente la evolución de los precios en origen, no en destino. Para que la foto sea completa, por tanto, hay que añadir la brutal subida en los costes de transporte derivada del atasco global en los puertos y del —igualmente brutal— encarecimiento del petróleo en los últimos tiempos. Y energía y comida, como recuerda Busicchia, siempre han estado estrechamente vinculadas, casi entrelazadas. Esta vez no es excepción. En promedio —como todas las medias, esta también esconde grandes diferencias: los países que más tienen que importar sufren un aumento mayor—, por cada cinco dólares de subida de los alimentos en los mercados internacionales, los precios que pagan los consumidores finales aumentan en uno, según las cifras de Prifti. Así que, dado que el aumento acumulado en el último año ronda el 30%, la recarga que soportarían los hogares rondaría el 6%.
La crecida, dice el técnico del Fondo, tardará entre seis y 12 meses en llegar en toda su extensión a la factura que recae sobre el consumidor. Así que el incremento —que empezó la primavera pasada— solo empieza a notarse ahora en los lineales de los supermercados. “En los próximos tiempos seguiremos viendo subidas en la factura que pagamos por la comida”, vaticina. Una apreciación en la que coincide Haque, que atisba un “riesgo real” de que la presión de costes que están sufriendo los agricultores y ganaderos mantenga los precios en “niveles altos” durante al menos un año más: “Si los granjeros no pueden permitirse comprar suficiente fertilizante, los cultivos volverán a sufrir pase lo que pase con la meteorología”.
El golpe de la inflación alimentaria es tan regresivo —afecta más a quienes menos tienen— como asimétrico en lo geográfico. En el mundo rico, las capas más pobres de la población tienen las de perder: la comida supone una fracción mayor de sus gastos y, por tanto, su encarecimiento resta un mayor poder de compra. Los más acaudalados, mientras, apenas notarán el alza: para ellos la factura del supermercado tiene una importancia residual sobre sus gastos totales. Con todo, el problema mollar está en las naciones de renta media, donde la dependencia de las importaciones es mayor y gran parte de la población se ve severamente golpeada por cualquier aumento en la cesta de la compra. Es una constante, abunda Jayson L. Lusk, jefe del departamento de Economía Agrícola de la Purdue University (Indiana, EE UU): “Los incrementos de precios de la comida siempre afectan desproporcionadamente más al bienestar de las personas (y los países) de menores ingresos”.
Esta divergencia, además, llega en un momento crítico, tras una pandemia que ha agravado la desigualdad en todas sus vertientes: entre individuos, pero también entre países y bloques. Y en plena recuperación poscovid, que marcha no a una sino a mil velocidades y en la que las naciones en vías de desarrollo están quedando rezagadas respecto a sus pares de renta alta. “El bloque rico produce más alimentos y de manera más diversificada”, explica Gil. “La UE y EE UU tienen autoabastecimiento para casi todos los productos, y eso hace que salgan menos perjudicados”. Un resultado en el que, en el caso de Europa, las subvenciones de la Política Agraria Común (PAC) han tenido mucho que ver. “Sin embargo, en la mayoría de emergentes no es así: incluso aquellos que son exportadores, son muy competitivos en uno, dos o tres commodities, pero tienen que importar el resto”, aquilata el director del Creda.
La dependencia importadora deja a tres regiones con todas las de perder en esta coyuntura: América Latina —con dos grandes salvedades: Brasil y Argentina, que no solo no están al albur de los precios internacionales, sino que figuran entre los mayores exportadores mundiales de carne de vacuno, soja, maíz o café—, África septentrional y Oriente Próximo. Pero incluso en los casos brasileño y argentino, las cosas lucen peor de lo que cabría esperar: la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica de EE UU acaba de pronosticar un 90% de probabilidades de que se repita por segundo invierno consecutivo el fenómeno climatológico de La Niña, que suele agravar las sequías y merma las cosechas en el Cono Sur americano.
El repunte de los alimentos está teniendo, además, un importante efecto indeseado sobre la inflación. Ocurre en todos los países del globo, en los que la comida está metiendo aún más presión sobre las espaldas de los bancos centrales, que se debaten estos días entre subir tipos de interés para tratar de sofocar el incremento de precios o mantenerlos para evitar poner un palo más en la rueda de la recuperación. Pero, de nuevo, mientras que en el bloque rico el precio de los alimentos sube a un ritmo más bajo que el índice general, los países emergentes se están llevando la peor parte. Tanto, que en un buen número de casos ya están teniendo que subir los tipos de interés para contener la ola.
Tres nombres encarnan esta tendencia. Brasil, un país en el que, aunque beneficiado en lo macro —exporta mucha más comida de la que importa—, el gasto alimentario de los hogares ha aumentado a doble dígito (alrededor de un 12%) en el último año, el IPC cabalga por encima del 10% y ha tenido que aumentar el precio del dinero en 1,5 puntos de una tacada, la mayor subida en dos décadas. México, donde las cuatro últimas reuniones del instituto emisor se han saldado con incrementos en las tasas de interés y la vida se encarece más que nunca en las dos últimas décadas: el índice general de precios sube un 7% en 12 meses, con la energía y la comida como catalizadores. Y Sudáfrica, que se ha visto forzada a presionar la tecla de la normalización monetaria a pesar de que el rebote de su economía sigue pendiendo de un hilo, en parte por la inflación alimentaria, y de que la última variante del virus amenaza con nuevas restricciones.
Pero no solo: en Indonesia o en Rusia, dos países de envergadura en el bloque, los alimentos están añadiendo una dosis adicional de presión sobre unos precios disparados por el encarecimiento de la energía. “La modernización y urbanización de las economías emergentes ha aumentado aún más su vulnerabilidad”, expone Busicchia. “La transición de un estilo de vida rural a uno urbano ha llevado a cambios en las prácticas alimentarias de la clase media y a una mayor dependencia de productos importados y es uno de los factores clave que están presionando al alza la demanda”.
Aún más cruda es la situación en los países más pobres, donde viven la mayoría de los cerca de 800 millones de personas que sufren malnutrición en el mundo, según Unicef. Y donde hay que añadir un factor que agrava el problema de la comida: la reciente fortaleza del dólar —la divisa en la que cotizan prácticamente todas las materias primas— frente sus monedas, lo que eleva aún más los precios. Aunque todavía ningún Gobierno ha optado por restringir las exportaciones para asegurar la seguridad alimentaria de su población, como sí ocurrió hace una década, nadie se atreve a descartarlo del todo. “Si se queda en una subida coyuntural, no se llegará a ese extremo. Pero si se prolonga, sí lo veremos”, pronostica el director del Creda, Chema Gil.
Hasta aquí, lo coyuntural: pasará más o menos tiempo, pero esos nubarrones se disiparán. Algunas dinámicas de fondo, sin embargo, han llegado para quedarse, trastocando toda la cadena de producción alimentaria. La principal de ellas es el cambio climático, que está haciendo más recurrentes las sequías, las inundaciones, las olas de calor o los huracanes. Fenómenos, todos ellos, devastadores para agricultores y ganaderos.
“Los patrones tradicionales de cultivos están cambiando y hay un riesgo muy alto de que la producción caiga”, apunta Peter Batt, especialista en agronegocios de la Curtin Business School australiana, que apunta al agua —un líquido consumido hoy en más de un 70% por el sector primario— como gran factor restrictivo. Una subida de dos grados centígrados en la temperatura media global llevaría a casi 190 millones de personas a niveles de vulnerabilidad mayores de los que sufren hoy, según los últimos datos del Programa Mundial de Alimentos. Si el incremento se disparase hasta los cuatro grados, una escena casi apocalíptica pero no descartable si no se acelera la descarbonización, esa cifra se dispararía hasta los 1.800 millones de personas.
Y luego está la demografía. Aunque el ritmo de crecimiento va frenándose año tras año, las proyecciones de Naciones Unidas hablan por sí solas: en cuatro décadas, la demanda mundial de alimentos va camino de crecer entre un 30% y un 50%, mientras que la oferta se arriesga a contraerse hasta un 30% en los escenarios más adversos del calentamiento global. “¿Cómo vamos a hacer cuando la población mundial pase de 7.000 a 9.000 millones de personas?”, se pregunta retóricamente Batt. La producción de alimentos, dice, tendrá que duplicarse. No solo por el salto demográfico sino porque, a medida que el ingreso disponible sube, el peso en la dieta de la carne o los lácteos —mucho más intensivos en recursos naturales— aumenta exponencialmente. La rápida evolución tecnológica insufla esperanza, pero pocos elementos invitan al optimismo.
El encarecimiento de la comida no solo tiene impacto sobre la distribución de la renta entre geografías o grupos sociales. También entre las empresas hay perdedores y, sobre todo, ganadores. Entre los primeros, el estratega de mercados globales de la plataforma de inversión eToro Ben Laidler apunta a Kraft Heinz, cuyo consejero delegado, Miguel Patricio, ya ha advertido de que los consumidores tendrán que acostumbrarse a un entorno de precios más alto a medio plazo. Entre los segundos, Laidler aporta dos nombres de peso: el fabricante de maquinaria agrícola Deere, que debería sacar rédito del mayor atractivo de este sector, y el productor estadounidense de fertilizantes Mosaic. Aunque ambos están teniendo que soportar costes más altos, el aumento de las ventas debería compensarlo con creces.
“La mayoría de empresas del sector alimentario compran la materia prima a precios bastante económicos y, además, pueden protegerse mediante contratos de futuro”, explica Kona Haque, jefa de análisis de Ed&F. Ambos factores, junto con el hecho de que pueden “traspasar de manera cómoda” esos aumentos de costes al precio final que pagan los consumidores —como ya ha empezado a suceder— hacen que firmas como Nestlé, Mondelez o Pepsi no vayan a tener grandes problemas. Más bien al contrario: “Todas ellas se han quejado por la subida en el precio de la materia prima, pero siguen haciendo enormes beneficios gracias a la fuerte demanda”, sintetiza Haque.
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