CARLOS BENITO

Los tacones ya dieron algún disgusto a los organizadores del Festival de Cannes en la edición del año pasado. Primero se quejó un grupo de espectadoras: no les habían dejado acceder a una de las proyecciones porque sus zapatos eran demasiado planos, lo que en ese contexto deslumbrante venía a equivaler a presentarse en abarcas o almadreñas. A continuación, arreciaron las protestas de más alto nivel: la esposa de un director a la que, por idéntico motivo, habían tratado de impedirle entrar a un pase, la productora y guionista con medio pie amputado a la que habían interceptado cuatro veces en su camino hacia las salas... Y, finalmente, llegaron los reproches de invitadas del calibre de Emily Blunt, que prendieron la mecha de la revolución estética, la toma de la Bastilla del glamur: «Sinceramente, todas deberíamos ir de plano», planteó.

El director del certamen se apresuró a aclarar entonces que la supuesta exigencia de una altura mínima de tacón era un rumor «infundado», como si la idea se les hubiese ocurrido a los vigilantes de seguridad, y parece que sus palabras fueron escuchadas: este año, Cannes se está pareciendo en ocasiones a la sala de espera de una clínica podológica, porque las actrices han descubierto lo agradable que resulta la alfombra roja en contacto directo con la planta del pie. Julia Roberts es la que ha llevado más lejos el atrevimiento, al quitarse los stilettos a mitad del paseíllo y subir descalza la escalinata del Palacio de Festivales, mientras un asistente la seguía dócilmente con su calzado en la mano: la estrella lo hizo todo con su descomunal sonrisa, ampliada incluso si es que tal cosa es posible después de dejar en libertad los sufridos deditos, pero nadie pone en duda que en el fondo de su actuación latía un propósito reivindicativo. Susan Sarandon compareció con zapatos planos, pero dio el paso definitivo en la cena de homenaje a Thelma y Louise: se descalzó para la sesión de fotos y empujó a su compinche Geena Davis «¡Dios mío, qué alta eres!», le dijo desde allá abajo a hacer lo propio por solidaridad.

En Cannes también les hemos visto los pies a la emergente Sasha Lane y a la consagrada Kristen Stewart, una activista de la libre elección que estos días ha tenido tiempo de lucir taconazos admite que le encantan, zapatillas con estampado de ajedrez y orgullosos pinreles al aire, todo ello en eventos de tremendo brillo protocolario. «Las cosas tienen que cambiar de inmediato. Es totalmente obvio que, si llego a una alfombra roja acompañada por un hombre y alguien me detiene y me dice disculpe, señorita, no lleva tacones y no puede entrar, yo responderé tampoco mi amigo. No pueden pedirme que haga algo que no le piden a él», ha argumentado la intérprete, que considera «arcaicos» estos códigos de vestimenta. La huelga de tacones en Cannes ha coincidido con la petición al Parlamento británico de que ilegalice la imposición de su uso a algunas trabajadoras: la ha impulsado la joven Nicola Thorp, a quien despidieron de un trabajo temporal de recepcionista por insistir en llevar sus bailarinas, y ya ha superado con creces las cien mil firmas necesarias para que la Cámara someta el asunto a debate. Curiosamente, también Nicola Thorp es actriz, con un par de apariciones en la serie Dr. Who como joya de su currículum.

Tacones, ¿los zapatos de Satán?

Que los tacones muy altos son mortalmente incómodos se sabe desde hace muchísimo tiempo: más o menos, desde la primera vez que un ser humano se aventuró a subirse a unos. Que resultan nocivos para la salud tampoco es un descubrimiento de anteayer: en el siglo XVIII, unos cuantos anatomistas ya alertaban en vano sobre su impacto en la conformación ósea, mientras que el cirujano británico Frederick Treves propuso irónicamente en 1884 que algunas mujeres harían bien en amputarse los tres dedos centrales de cada pie. «La operación contribuiría a su confort, no empeoraría en lo más mínimo su actual manera de andar y solo sería un poco más insensata que la práctica china de deformar los pies de las niñas», argumentaba el muy guasón, que se convirtió en pionero involuntario de las actuales cirugías para adaptar el pie al molde despiadado del zapato de marca. Porque, ya entrado el siglo XXI, el mundo de la moda y sus satélites se muestran más devotos que nunca de los stilettos, con sus puntas que parecen pensadas para trepanar y ese nuevo estándar en torno a los trece centímetros que trajo Louboutin. Y muchas mujeres se apuntan a la tendencia sin ninguna obligación profesional.

¿Por qué lo hacen? «Las mujeres llevan zapatos de tacón alto para parecer femeninas y sexis. Este calzado crea la ilusión de alargar y estilizar las piernas y obliga a caminar sobre la parte delantera de los pies, empujando el busto hacia delante. Muchas mujeres creen además que los tacones altos denotan fuerza, porque todo el mundo es consciente de que hacen daño y además definen los músculos de la pantorrilla, enfatizando una apariencia de buena forma y fortaleza. La ironía es que los zapatos de tacón muy alto deforman el pie y hacen que las mujeres renqueen de dolor: en eso no hay nada sexi ni fuerte», explica a este periódico desde Nueva York la escritora feminista Leora Tanenbaum, autora del libro Bad Shoes & The Women Who Love Them (es decir, Los zapatos malos y las mujeres a las que les encantan). Parece existir un acuerdo universal en que los taconazos obran maravillas con el atractivo sexual. El propio Christian Louboutin declaró a The New Yorker que su trabajo «no consiste en complacer a las mujeres, sino a los hombres», que según su experiencia reaccionan «igual que toros» en cuanto perciben las emblemáticas suelas rojas de su marca. «Muchas chicas y mujeres heterosexuales confunden la atención masculina con el auténtico poder», lamenta Tanenbaum, que no obstante puntualiza: «No hay nada malo en llevar tacones... juiciosamente».

«Esto rojo es mi sangre»

En los últimos años, han proliferado las protestas de aquellos gremios que se ven obligados a encaramarse a ellos de manera cotidiana. Es el caso de las modelos que aparecieron descalzas en la ronda final de un desfile de la Fashion Week de Nueva York, hartas ya de despeñarse desde lo alto de los desmesurados diseños de Manolo Blahnik. O el de las azafatas de la compañía israelí El Al, que consiguieron echar atrás un nuevo reglamento donde se les imponía un mínimo de tacón. Y es el caso, sobre todo, de las actrices, que a menudo contemplan el atuendo de las ceremonias como un sádico añadido a sus obligaciones contractuales.

La más empeñada en esa pelea, como en tantas otras, es Emma Thompson inolvidable en los Globos de Oro de hace un par de años, con sus Louboutin en una mano y un dry martini en la otra, señalando la suelas y soltando «esto rojo es mi sangre», pero no cuesta reunir una copiosa colección de citas que abominan de «los zapatos de Satán». Así de afectuosamente los definió Jennifer Lawrence, la actriz que más veces se ha estampado contra el suelo en momentos cruciales de su carrera.

En esa jurisprudencia informal contra el tacón tiene especial interés un testimonio: Sarah Jessica Parker es seguramente la persona que más ha hecho por popularizar el uso de stilettos, ya que su personaje de Sexo en Nueva York no concebía salir a la calle sin sus zancos de lujo, siempre vertiginosos y exclusivos. «¡Me he gastado cuarenta mil dólares en zapatos y no tengo dónde vivir!», decía en un episodio, metida en la piel de Carrie Bradshaw. «Yo corría con los tacones, trabajaba jornadas de dieciocho horas y no me los quitaba jamás», recuerda la actriz, ya a este lado de la pantalla. Hace seis años, mientras rodaba Tentación en Manhattan, Sarah Jessica Parker tuvo la mala suerte de torcerse un tobillo, y el especialista que la atendió se quedó estupefacto ante la constitución insólita de su pie: «El médico me dijo: Tu pie hace cosas que no debería ser capaz de hacer. Este hueso de aquí... ¡lo has creado tú!». Quién sabe, quizá esta nueva tendencia de descalzarse en la alfombra roja nos permita echar el ojo a otras adaptaciones sorprendentes de la anatomía humana.

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