Cuando llegábamos a casa, mi madre siempre nos insistía a mi hermano y a mí con que nos cambiáramos la ropa. “Pónganse algo de entrecasa”, nos decía. Era para preservar la mejor ropa que teníamos, que durara lo máximo posible. Y no era sólo por lo que le costaba a ella y a mi padre ganar el dinero para comprarla. Mi madre, hija de una costurera y ella misma modista, sabía cuánto costaba hacer cada prenda de vestir. Era dinero, pero por sobre todo trabajo, esfuerzo, sacrificio. Con la globalización y la mayoría de la producción de nuestra ropa ahora en lugares como Vietnam, Bangladesh, Honduras o China, nos hemos desconectado por completo, perdimos de vista las horas de trabajo involucradas, la gente que sacrificó horas de sueño o de ver a sus hijos para confeccionarlas. En cambio, solo consideramos su valor por su precio.
Las organizaciones de derechos humanos vienen denunciando desde hace años la explotación de estos trabajadores, mayormente asiáticos, pero también en casi todos los países subdesarrollados de todos los continentes. Trabajan no menos de 12 horas por día con un pago ínfimo y ningún resguardo social. El día que se enferman o deben faltar porque sus hijos no tienen escuela, no cobran. La textil, es una de las industrias más explotadoras del planeta. Todo esto para producir cada vez a menor precio y en cantidades extraordinarias. Con Estados Unidos como el mayor consumidor. Y los jeans, como su columna vertebral. Una radiografía de esta industria nos muestra claramente las graves falencias de la globalización y las consecuencias del cambio climático.
La “moda rápida”, una producción en masa de ropa moderna y económica que se usa, a lo sumo, una temporada y se descarta, “está provocando un desastre económico, medioambiental y de derechos humanos”, asegura la periodista Dana Thomas, autora de “Fashionopolis”, un libro best seller en todo el mundo y que desnuda una realidad conocida desde hace años pero que todos preferimos ignorar a cambio de vestirnos con buena ropa de marca y barata. Por supuesto que la compra de prendas de este tipo está centrada en la clase media. Pero también la consumen masivamente los jóvenes de todas las clases sociales del mundo.
La fabricación de 80 mil millones de prendas por año requiere enormes cantidades de agua y productos químicos tóxicos. Emplea a una de cada seis personas en el mundo (si tenemos en cuenta toda la cadena de la indumentaria desde la recolección del algodón y el diseño de la tela hasta su venta), la mayoría en condiciones de trabajo muy peligrosas para su salud y por muy poco dinero. La moda rápida también produce montañas de ropa que no se venden o se descartan y terminan en basureros.
El estadounidense promedio consume un 400% más de ropa que hace 20 años y genera un promedio de 37 kilos de desechos textiles cada año. Según la diseñadora de moda Eileen Fisher, la industria de la confección es “el segundo mayor contaminador del mundo”, solo superado por el petróleo. Los ríos en los países en desarrollo, que proporcionan agua potable a la población del lugar, están siendo contaminados con desechos tóxicos de la producción de jean índigo y curtiembres de cuero. Los pesticidas se usan en exceso en la producción de algodón –cada vez más requerida-, causando cánceres y otros terribles problemas de salud, sin mencionar la degradación del suelo y la pérdida de su capacidad productiva. Todo esto se puede ver en las ciudades y regiones de Vietnam, Pakistán, Bangladesh, India y China donde se fabrican mayoritariamente estas ropas.
Y todo esto produce catástrofes como la ocurrida el 24 de abril de 2013, cuando se derrumbó el edificio Rana Plaza en Bangladesh, donde funcionaban decenas de talleres de confección de “ropa rápida”. Murieron 1.134 personas y otras 2.500 tuvieron heridas de algún tipo. Fue el accidente de una fábrica textil más grave en la historia moderna. La mayoría de las víctimas fueron las costureras y sus hijos pequeños que estaban en “guarderías” -organizadas por ellas mismas- porque no tienen dónde dejarlos. Construido en un terreno pantanoso y con pisos superiores añadidos ilegalmente, el edificio era un desastre estructural a la espera de colapsar. Cuando comenzaron a removerse los escombros aparecieron las etiquetas de los productos que se fabricaban allí: Benetton, Mango, Primark, Walmart.
Y es muy probable que mientras lees este artículo, estés usando unos jeans elaborados en uno de esos talleres. Si no, es probable que los hayas usado ayer. O lo harás mañana. Un trabajo de antropólogos británicos comprobó que la mitad de la población del mundo usa jeans cotidianamente. Cinco mil millones de pares de esos pantalones se producen anualmente. El estadounidense promedio posee siete, uno para cada día de la semana, y compra cuatro pares nuevos cada año. Salvo lo básico, como ropa interior y calcetines, los jeans de denim azul son la prenda más popular de la historia. “Ojalá hubiera inventado esos jeans azules”, confesó el modisto francés Yves Saint Laurent en sus memorias. “Tienen expresión, modestia, atractivo sexual, simplicidad, todo lo que espero de mi ropa”.
El denim era una rareza textil hasta 1870, cuando un sastre llamado Jacob Davis le pidió ayuda a su proveedor de telas, Levi Strauss, para producir en masa su diseño más reciente: pantalones de trabajo con remaches metálicos en puntos clave de tensión. Davis propuso a Strauss ser socios si pagaba la mitad de la patente que en ese momento costaba la considerable suma de 68 dólares. Hoy, Levi Strauss & Co. todavía diseña y vende la mayoría de los jeans. Es, probablemente, la marca de ropa más longeva y exitosa desde la Revolución Industrial. La popularidad de los jeans fue en aumento en todo el mundo mientras se expandía la cultura de consumo estadounidense. Los jóvenes de los sesenta y setenta los adoptaron como su segunda piel. Hasta que, a comienzos de los ochenta, pasaron a un estadio aún más alto cuando las grandes productoras de prendas masivas, que tienen su epicentro en unas diez cuadras de la Séptima Avenida de Nueva York, comenzaron a fabricar jeans “de diseño”. Los diseñadores de moda se lanzaron a confeccionar sus propios modelos. “Los jeans son sexo”, definió Calvin Klein. “Cuanto más ajustados son, mejor venden”. Para apuntalar su punto de vista, en 1980, Klein eligió a la actriz y modelo de 15 años Brooke Shields para su comercial promocional. “¿Quieres saber qué hay entre mis Calvins y yo?”, ronroneaba la adolescente con su voz infantil. “Nada”, se respondía. La publicidad fue tan provocativa que las cadenas de televisión ABC y CBS la prohibieron de inmediato. Pero ya había tenido su efecto: Klein vendió 400.000 pares en una semana. Después paso a dos millones al mes. Las ventas de jeans de todas las marcas se dispararon a cifras récord: más de 500 millones sólo en 1981.
Hasta fines de los setenta, la mayoría de los jeans estaban hechos de denim rígido y encogido, o “no deformado”. Para suavizarlos, simplemente había que usarlos. Mucho. Tomaba unos buenos seis meses de uso para “ablandarlos”. Después de un par de años, los dobladillos y los bordes de los bolsillos podrían comenzar a deshilacharse. La tela se convertía a un azul polvoriento, con el gastado que demostraba que el usuario no se había quitado los pantalones ni para dormir.
Todo hasta mediados de los ochenta en que las empresas decidieron hacer el trabajo que hasta ese momento era realizado por el usuario. Los jeans comenzaron a ser metidos en grandes lavadoras industriales con piedras pómez que los gastaban artificialmente. La marca Guess tenía en su fábrica de Los Angeles un método por el que exponía a las prendas a un lavado extremo de siete horas. La operación fue bautizada como “acabado” y creó una nueva industria paralela de lavaderos que de a poco fueron trasladándose fuera de Estados Unidos. Primero fue hacia las maquiladoras de la frontera con México y luego, acompañando a la globalización, se trasladaron hacia Asia.
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Uno de los nuevos grandes productores de jean para el mercado estadounidenses fue el país enemigo hasta poco tiempo antes: Vietnam. Una economía que apenas 15 años antes era prácticamente agraria, en poco tiempo se reconvirtió. Levantaron unas 6.000 compañías de producción textil y prendas de vestir, principalmente radicadas en la ciudad de Ho Chi Minh. Para 2018, empleaban a 2,5 millones de trabajadores, representaban alrededor del 16% de las exportaciones del país y más de 30 mil millones de dólares en ingresos. Se calcula que esa cifra saltará a 50 mil millones para el año que viene.
“En las afueras de Ho Chi Minh City, en una planta desmantelada de una zona industrial perdida entre villas miseria, detrás de una puerta casi imperceptible, trabajan unos 200 jóvenes vietnamitas. La iluminación de los tubos fluorescentes es pobre y tengo la sensación de que en ese momento dentro de ese taller está haciendo 45 o 50 grados, fácil. Unos ventiladores enormes tratan de enfriar la habitación sin ningún éxito”, cuenta Dana Thomas en su libro. “Prístinos jeans azul medianoche están apilados sobre mesas y plataformas de metal. Hombres jóvenes enfundados en los mismos jeans que fabrican y botas de goma hasta las rodillas, van metiendo los pantalones en unas veinte lavadoras gigantes. El suelo está inundado de dos o tres centímetros de agua azul marino. Los hombres no usan guantes y sus manos están manchadas de negro”.
Las máquinas que usan no son de última generación. Requieren al menos 15 litros de agua para lavar un kilo (tres pares) de jeans. Un desperdicio enorme de agua que sale contaminada de químicos y no se recicla.
“Su negocio es lavar, no preocuparse por el planeta”, dice un experto en la industria en una nota de la revista Insider.
“Detrás de las lavadoras hay unos cien hombres y mujeres que lavan otros jeans a mano. Los refriegan en las zonas de las rodillas y los muslos con jabones y piedras pómez. Hay un polvillo en el aire que me hace toser. Apenas unos pocos trabajadores tienen máscaras de tela para evitar la inhalación. El guía me explica que lo que vuela en el aire son las partículas de lo que están raspando. Y que es muy contaminante. Hay aquí muchas enfermedades respiratorias. Pero los lijadores no pueden darse el lujo de rechazar un trabajo estable por más contaminante que fuere. Procesan al menos 400 pares de jeans al día, seis días a la semana, sin incluir las horas extra. Hay un grupo de mujeres que se dedica sólo a descolorear los bolsillos y los dobladillos. Lo hacen con una máquina que emite un ruido agudo similar al de un torno dental. Seis pares por minuto. Todo el día”, cuenta Thomas.
La ciudad de Xintang, en la provincia china de Guangdong, es denominada “la capital mundial del jeans”. Allí las condiciones de trabajo y contaminación son aún peores que las de Vietnam. Cada año, 200.000 trabajadores de la confección en las 3.000 fábricas y talleres de Xintang producen 300 millones de pares de jeans, 800.000 pares por día. La planta local de tratamiento de agua cerró hace años, por lo que las fábricas viertan los residuos del agua contaminada de las lavadoras directamente en el East River, un afluente del río Pearl. El lecho ya no tiene vida. Son aguas negras y venenosas. Greenpeace denunció que el río contiene altos niveles de plomo, cobre y cadmio. Las calles de Xintang están cubiertas de polvo azul. Los trabajadores de las fábricas de jeans sufren permanentes erupciones cutáneas, infertilidad e infecciones pulmonares.
En Camboya, cuyo sector textil supone más del 80% de las exportaciones del país, los sindicatos denunciaron que los trabajadores -muchos de ellos menores- llegan a cubrir 80 horas semanales por poco más de cien dólares mensuales. En Argentina y Brasil se destapó hace unos años cómo Inditex, la compañía española de las tiendas Zara, Bershka y Stradivarius, utilizaba mano de obra esclava para confeccionar sus productos. El gobierno brasileño destapó en 2011 decenas de talleres clandestinos y la compañía recibió una multa de un millón y medio de dólares. De acuerdo a la ONG Reporter Brasil se registraron 433 irregularidades en las 67 empresas que tiene este gigante de la moda en el país. En Argentina, se comprobó que en pequeñas fábricas de costura trabajaban y vivían explotados niños y adultos “bajo el sistema conocido como cama caliente” en jornadas laborales de “13 o 14 horas que se extendían desde las siete la mañana hasta las diez u once de la noche, de lunes a viernes y sábados hasta el mediodía”, de acuerdo a la denuncia presentada por la fundación La Alameda. Por su parte, Oxfam Intermón denunció el pasado año la situación extrema en la que producen ropa alrededor de 263.000 mujeres, que viven explotadas en las maquilas de Centroamérica. Según el informe, las trabajadoras son en su mayoría jóvenes de entre 18 y 35 años, con un nivel escolar bajo, madres con hijos a sus cargos que son cabezas de familias monoparentales y proceden de zonas rurales.
“Se trata de un modelo de producción y organización del trabajo que se basa en la feminización de la precariedad y la vulnerabilidad de las mujeres para crecer”, denuncia el informe. El salario mínimo mensual de las maquiladoras de Centroamérica está entre 148 dólares en Nicaragua y 300 en Guatemala, por debajo de lo legalmente establecido para otros sectores de la producción. Otra ONG, Ropa Limpia, también denunció hace dos años la situación en el este de Europa y en Turquía: “Los países postsocialistas funcionan como el taller de costura del patio trasero de las marcas y compañías de Europa occidental. Turquía, siendo una de las gigantes textiles del mundo, tiene su propio patio trasero barato, la región de Anatolia oriental. Además, las empresas turcas del sector textil subcontratan a toda una región que incluye el norte de África y el Cáucaso meridional”. Según la ONG, en todos los países existe una gran diferencia entre el salario mínimo legal y el salario digno mínimo estimado. “Esta diferencia es aún mayor en los países europeos que ofrecen mano de obra barata que en Asia. Los países que tienen los salarios mínimos legales más bajos (por debajo del 20%) respecto al salario digno mínimo estimado son Georgia, Bulgaria, Ucrania, Macedonia, Moldavia, Rumanía y la región de Anatolia Oriental de Turquía. Según datos de 2013, Bulgaria, Macedonia y Rumanía tienen salarios mínimos legales más bajos que China, y los de Moldavia y Ucrania son más bajos que los de Indonesia”.
La ruta de los jeans atraviesa todos los continentes y en cada fábrica va dejando su estela de explotación y contaminación ambiental. Después de 150 años de su invención, tal vez vaya siendo la hora de dejar de usar estos pantalones que tanto nos gustan y ponernos una “ropa de entrecasa”.
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