En los últimos 15 días, China ha mostrado un comportamiento que tiene perplejo a medio mundo. La cumbre celebrada en Alaska entre altos representantes de política exterior de China y Estados Unidos, que debía marcar el tono de la relación entre ambos países durante la presidencia de Joe Biden, no podría haber ido mucho peor. Yang Jiechi, jefe de política exterior del Partido Comunista de China, acusó a Estados Unidos de tener una “mentalidad de guerra fría”, de “incitar a algunos países a atacar a China” y de utilizar su poder militar y financiero para “aplastar” a otras naciones. Los estadounidenses, dijo, han perdido la confianza en la democracia, en parte por un racismo generalizado y la manera en que su país trata a las minorías. A diferencia de Estados Unidos, dijo, China no cree “en las invasiones, ni en utilizar la fuerza para derribar otros regímenes… o para masacrar a gente en otros países”.
Esa clase de enfrentamiento no es habitual en el ámbito diplomático, reconoció Yang. Menos normal aún fue que ese discurso se hiciera en presencia de periodistas, que no acababan de creer lo que estaban viendo.
Pero no fue solo eso. Días después, una figura mucho menor, el cónsul chino en Río de Janeiro, Li Yang, atacó al primer ministro canadiense, Justin Trudeau, en Twitter: “Chico, tu mayor logro es haber arruinado las relaciones amistosas entre China y Canadá y haber convertido Canadá en un perro faldero de Estados Unidos. ¡Qué derroche!”. Hasta el 'Global Times', un medio en inglés del Partido Comunista de China, se preguntaba si “un diplomático debe hablar así”.
Los ataques a Occidente siguieron. Después de que la marca de ropa sueca H&M decidiera dejar de comprar algodón de Xinjiang por la posible implicación en su elaboración de uigures condenados a trabajos forzados, un líder de la región afirmó que se trataba de “la mayor acusación falsa de la historia de la humanidad” y que la empresa no tenía derecho a ganar dinero en el mercado chino. A esas declaraciones les siguió un boicot a H&M promovido por los medios y el propio Gobierno, tanto en las aplicaciones de comercio electrónico como en las tiendas físicas. Luego, China aplicó sanciones a varios políticos y diplomáticos europeos después de que estos acusaran al país de violar los derechos humanos. “La UE debe dejar de dar lecciones a los demás sobre derechos humanos y de interferir en los asuntos internos”, dijo su Ministerio de Asuntos Exteriores. Algunas informaciones señalaban incluso que el Gobierno chino está dejando de considerar la invasión de Taiwán como una mera hipótesis: “Parece que China... está más impaciente y más dispuesta a poner a prueba los límites y a considerar la idea de la unificación”, dijo un alto cargo estadounidense al 'Financial Times'.
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— Aylin Fri Jun 22 05:30:12 +0000 2012
Por supuesto, esto no sucedió en el vacío. El secretario de Exteriores estadounidense ha hablado del “genocidio” de los uigures. La UE ha impuesto sanciones a China por primera vez desde la matanza de Tiananmén en 1989. Australia ha investigado a fondo la responsabilidad china en la propagación del covid-19. Occidente no solo ha hecho más explícito su enfrentamiento con China, sino que lo ha hecho de manera coordinada: Estados Unidos, Canadá, Australia y la UE empiezan a tener una estrategia conjunta.
China tiene derecho a defenderse. Nadie espera que no lo haga, aun cuando Occidente lleva razón al acusarla de vulnerar los derechos humanos y al recelar de su ímpetu expansionista, cada vez más explícito, que ha dejado claro en la brutal desdemocratización que ha impuesto en Hong Kong. La perplejidad por la rapidez y la agresividad con que China está ofendiendo de manera deliberada a países de los que no solo depende económicamente, sino que siguen siendo mucho más poderosos que ella, empezando por Estados Unidos, es cada vez mayor.
Tiene sentido económico que, en su último plan quinquenal, presentado en marzo, el Partido Comunista haya trazado una estrategia de “autosuficiencia”, una reducción progresiva de su dependencia de las exportaciones y la inversión de empresas extranjeras, ante un “entorno externo hostil”. Pero ¿tiene el país el músculo suficiente para hacer ese difícil proceso de transformación tan rápido como su agresiva diplomacia quiere transmitir? Después de lo sucedido estos días, es posible que el acuerdo comercial que firmó con la UE a finales del año pasado —que para los europeos significaba poder operar con mayor comodidad en el inmenso mercado chino, y para China, la posibilidad de romper la unidad de acción de la UE con Estados Unidos— ni siquiera entre en vigor. ¿De veras puede permitírselo?
Más allá de cálculos racionales, parece que China está entrando en una deriva habitual entre los países que se sienten con fuerzas para ocupar un lugar hegemónico en el mundo y disputar esa primacía con los demás: la arrogancia. Y la historia está llena de fracasos debidos a un exceso de ella: desde la Unión Soviética en los años setenta a la Alemania de Guillermo II durante la primera década y media del siglo XX, de la España de la Restauración a finales del siglo XIX a la Francia posterior a la Segunda Guerra Mundial con Argelia.
El crecimiento económico de China en las últimas décadas no tiene precedentes. El régimen no está amenazado ni tiene una oposición mínimamente viable. Al mundo no le queda otra opción que considerar a China una gran potencia. Pero, al mismo tiempo, sus prisas y su agresividad hacen más probable que cometa errores de cálculo y sobreestime sus recursos y la capacidad para imponer su voluntad: es más fácil ejercerla en Nairobi que en Berlín o Washington. China ha demostrado tener un déficit de conocimiento sobre el funcionamiento de las democracias occidentales, que le ha impedido influir seriamente en ellas y resultar atractiva más allá de su fuerza bruta. Quizás algún día lo consiga. Mientras tanto, parece condenada a confundir sus objetivos legítimos con ensoñaciones nacionalistas de imponerse a Occidente.
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