La casa de los artistas Jaume Roig y Adriana Meunié es una antigua vaquería que alquilaron ya reformada. Está en el sur de Mallorca, en una zona seca, y desde fuera se ve como una modesta casita de campo. Por dentro también es modesta —una sala, un dormitorio, una pequeña cocina, un cuarto de trabajo para cada uno, eso es todo—, pero produce una impresión potente por su belleza tan elemental. Meunié la define como “un hogar muy simple, con ese punto de toda la vida, básico e integrado con el entorno, de aquí de Mallorca”. Roig dice que es “una casa espartana”. Los muebles de la sala son una muestra de dicha austeridad. Ella habla sentada en un taburete de plástico rescatado de una peluquería que cerró. Él, en una silla que compuso con una estructura de metal que encontró en la basura y unas viejas cuerdas de esparto que sacó de una cordelería abandonada. Para un banco, usó una traviesa de ferrocarril. Y en una esquina de la sala está una lámpara-escultura que se inventó con una rejilla metálica de pesca sostenida por un palo y con un bebedero de cemento para vacas como base. Un genuino ready-made en el que se plasma el gusto que tienen por reciclar materiales pobres para darles un nuevo uso y alumbrar su dignidad estética.
Los únicos muebles por los que pagaron son dos sillas de madera de haya que vendía en un mercadillo un motero alemán. Roig le preguntó cuánto costaba una. “Treinta euros”, dijo el motero. Roig le preguntó entonces cuánto era por las dos: “Treinta y uno”, respondió sin inmutarse el germano vestido de cuero. Aquella respuesta les sigue pareciendo un enigma insondable.
Los dos nacieron en Mallorca. Adriana Meunié, nieta por parte de madre de una pareja de beatniks californianos que se enamoraron de la isla, tiene 36 años y hace cuadros y tapices con materiales primarios como el carrizo, la estopa o el esparto. Además, tiene una marca de ropa hecha en su tierra llamada Ódeminuí. Jaume Roig tiene 39 años y en su trabajo convergen la cerámica artística y la pintura. Ambos usan el salón para estudiar sus piezas. En cuanto terminan una, la ponen allí durante un tiempo. La observan, la analizan, la disfrutan, conviven con ella. Cuando los visitamos, tenían en una pared un cuadro abstracto de Roig y en otra un chaleco de lana navarra de Meunié pensado para funcionar como un cuadro o como una exagerada prenda de vestir.
El espacio de la sala es idóneo para la experiencia estética. No hay nada que interrumpa. El suelo es de cemento. Las paredes están revocadas con un simple mortero hidrófugo. Sobre estas superficies en bruto, el sol mediterráneo crea unos juegos sutilísimos de luz y sombra.
Podría decirse que la casa tiene un estilo minimalista, pero tal vez sería inapropiado. Ellos no creen que sea el concepto ajustado. Piensan que la razón de ser del minimalismo radica, antes que nada, en una voluntad de purismo formal. Lo suyo, dicen, es una sencillez “más orgánica y de andar por casa”. Pero uno diría que su estética es al mismo tiempo una ética, un modo de habitar muy consciente, acorde a sensibilidades actuales como el ecologismo, la crítica del consumismo o la apuesta por una ralentización de la vida. El eslogan ya no sería el mítico “Menos es más”, sino un predicado de obviedad subversiva: “Menos es menos”, y ahí, sin más, estaría lo bueno.
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