En el sur de Filipinas, “vaya con Dios” y “hasta la vista” no son expresiones castellanas. Aunque se diga “buenas” para saludar y se escuche “buenamente” para responder cuando se pregunta cómo está, quienes pronuncian estas palabras no hablan español, sino chabacano, la lengua criolla nacida del contacto de los marineros de la Nueva España con los indígenas. En Zamboanga, una ciudad que se derrama kilómetros y kilómetros por la costa este de la isla de Mindanao, la hablan 800.000 personas. Católicos, protestantes, musulmanes e indígenas animistas se mezclan en esta localidad volcada al mar de Célebes. Comparten esa porción del Pacífico con Malasia, Indonesia y, mucho más cerca, con la pequeña isla de Basilan, cuartel general del grupo terrorista islámico Abu Sayyaf, ancestral hervidero de bandidos y piratas. Desde el Paseo del Mar de Zamboanga, sin embargo, se antoja un paraíso de manglares y palmeras combadas sobre olas mansas de color índigo.
Apenas 200.000 personas habitaban la ciudad a principios de los años setenta. Hoy, rozan el millón. La inseguridad política de otras zonas del país empujó al extremo sur de Filipinas a centenares de miles de familias. Se asentaban allá donde podían. Casi siempre, tierras baldías de terratenientes que no impedían —quizá por caridad, seguro que por apabullamiento— la ocupación de las gentes. Filipinas es el país asiático con más okupas.
Las casas se transmiten de padres a hijos sin que medie ningún título. Pero la especulación también arrecia en estos pagos, que ven crecer su población a un vertiginoso 3% anual. Los hijos de aquellos terratenientes ahora quieren sacarle provecho a las tierras cedidas de facto a quienes huían. Buscan el servicio de abogados, les ofrecen un 15 o 20% del valor del terreno y consiguen expulsar a sus indeseados inquilinos hasta las afueras, zonas agrestes y accidentadas.
Bajo un sol rubio, Ángel Calvo saluda con un “buenas” en perfecto español —nació en Valladolid en 1944— o impecable chabacano —vive en Filipinas desde hace más de 40 años. La lista de proyectos sociales y de mediación entre las comunidades religiosas de este cura claretiano no tiene fin, pero el que le ha causado “más de una úlcera” ha sido levantar una ciudad desde cero para acoger a una parte de las familias desahuciadas. El 60% de los habitantes que se distribuyen a lo largo de los siete kilómetros de La Población, el centro de Zamboanga, no tienen la propiedad ni residen legalmente en el terreno que ocupan.
“Mano po, padre”, le pide una niña asiendo su mano y llevándola a la frente en señal de bendición. Se le ha acercado desde una barraca plantada en mitad de una de las pistas. Es una de las 170.000 desplazadas tras el asedio del ejército de Filipinas a los barrios musulmanes de Río Hondo, Mampang y Mariki hace dos años. Los militares permean la vida cotidiana de esta zona de conflicto. En Basilan, ahí enfrente, hay tantas armas como habitantes, más de 400.000. Este es uno de los puntos calientes del puzle irresoluble de Filipinas: Zamboanga alberga la mayor base militar de Mindanao, la isla reclamada como nación por el Frente Moro. La base acoge a 500 soldados americanos venidos como consejeros militares que entrenan a los filipinos en contraterrorismo. Más allá se extiende “el primer campo de golf de toda Asia”, construido por los estadounidenses cuando fundaron en Zamboanga, en tiempos de la colonia, la capital de su Provincia Mora.
Más lejos aún, se encuentra un leprosario y la playa. Jaime Gil de Biedma, antes de llegar por primera vez a Manila, dice esto de su escala en Colombo, la capital de Ceilán: “Es un lugar paradisíaco y por eso produce angustia”. “¿Quién jugaba al golf aquí en los setenta?”, irrumpen en el pensamiento las palabras de Ángel Calvo: “Propuse convertir esto como refugio de refugiados y se me rieron. Ahora lo he vuelto a proponer al Gobierno local, y se vuelven a reír. De verdad, ¿cuántas personas juegan al golf y cuánta gente hay con necesidades de refugio?”, se pregunta vehemente, pero sin perder ni un momento el humor.
Mecida por unas pequeñas colinas, la carretera ha dejado atrás La Población, con sus barangays, unos barrios que se deshilachan hacia las afueras de la ciudad con sus puestos de pollo frito jalonando la carretera y pequeñas mezquitas tocadas con unos minaretes minúsculos. Al cabo de unos minutos se llega a Katilimban, comunidad en la lengua de los bisayas, el origen étnico de muchos de quienes han llegado aquí tras su enésimo exilio.
Katilimban nació hace siete años donde antes no había más que palmeras y una tierra que parece café molido. Recibe por igual a propios y forasteros con una escultura de una mujer filipina. La han vaciado en cemento y sujeta una cesta llena de flores. La mujer no lleva coronas doradas ni mantos bordados, no muestra llagas sangrantes ni un gesto doliente. Va descalza y sonríe. “Es nuestra señora de la esperanza”, explica Ángel Calvo mientras posa una mano en su hombro. Está hecha a imagen y semejanza de la secretaria de una activista por la paz en la región. Es solo “una mujer filipina, sencilla” delante del palmeral, que marca el centro de una comunidad con 306 familias desahuciadas de Zamboanga. El padre Calvo y la ONG que da forma al proyecto, Katilingban, han contratado tres abogados que retrasan, en lo posible, los desahucios, pero no dan abasto. Ese fracaso se compensa con la acogida que brinda este nuevo lugar a los afortunados, siempre demasiado pocos, que disfrutan aquí de las condiciones de vida negadas por los tribunales.
Ángel Calvo explica cómo es posible construir una ciudad así: “Se les enseña a construir, se les dan los modelos y se les entregan los materiales. Luego, poco a poco, van mejorando la casa en virtud de las posibilidades de cada familia”. El 20% cuenta con un salario más o menos fijo y solo eso ya los sitúa en el segmento de los privilegiados. “Algunos, con suerte, han podido dar estudios a sus hijos. Otros terminan logrando irse a trabajar a Arabia Saudí o se han casado con una japonesa”, explica el religioso. El 60% siguiente “está a lo que salga. En chabacano dicen: ‘si tiene, tiene; si no hay, no hay’. Son conductores, carpinteros ocasionales, trabajadores temporales que viven con contratos de un día”. El último 20% es el más débil. Se trata de familias apenas sustentadas por las mujeres, que sacan un pequeño jornal lavando ropa o friendo plátanos para venderlos por las calles. Estas familias y en especial sus mujeres reciben la ayuda de un programa, que también impulsa el padre Calvo y su ONG Zabida, para que monten microempresas. “Lo importante aquí es que todo lo han hecho con sus propias manos”, recuerda.
La situación de muchas mujeres es de una terrible vulnerabilidad. Poco o nada amigo de los microcréditos (“no creemos en él, nuestra experiencia ha sido mala”), Zabida cree en las microempresas y en la enseñanza de los rudimentos de la contabilidad. De ahí han surgido para coser uniformes escolares, tejer el hábaca, una fibra similar a la del árbol del plátano, gestionar una cantina. Zabida también supervisa un centro para chicas víctimas del tráfico de menores, la mayoría vendidas por sus propias familias. “Cada vez que arrestan a un grupo, siempre pienso en que han conseguido pasar muchos más”. Zabida suple las carencias de la Administración filipina, que no tiene centro de menores, también con una granja donde crían pollos. La han creado pensando financiar sus proyectos de protección de los niños de la calle. “De momento, todavía no logramos pagar todos los gastos, pero lo conseguiremos”, confía Ángel Calvo.
Pensemos en la ilusión de unas gentes expulsadas varias veces de sus asentamientos cuando les ofrecen la posibilidad de hacerse con un terreno. “Imagina lo que es vivir con cuatro o cinco hijos a cuestas, temiendo que te echen en cualquier momento. He visto familias bailando, llorando, cuando les ha tocado en suerte un pedazo del terreno que, como ellos dicen, va a ser ‘hasta para cuándo’ (‘para siempre’)”. Pero la tierra es costosa, aunque sea tan empinada y corrediza como la de las calles de Katilimban.
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Junto a Manos Unidas, con una ayuda de la Cooperación Española, y a falta de otra opción, el padre Calvo se empeñó en comprar los terrenos. “Lo ideal habría sido que el Gobierno local nos diera el terreno, la electricidad y el agua. Con eso, Manos Unidas habría podido levantar 400 casas, pero nos dejaron abandonados, así que nos dijimos: vamos a intentar levantar aunque sean 200, pero nosotros”. La tierra es muy cara incluso aquí, bien lejos del centro de Zamboanga. Dos hectáreas, las últimas que han comprado, han costado nueve millones de pesos filipinos (172.000 euros), unos ocho euros por metro cuadrado, “pero te pueden pedir 1.000, 2.000, incluso 3.000 pesos por metros cuadrado”, el equivalente a 19, 38, 57 euros. Eso es mucho: un maestro, casi un potentado en comparación a los habitantes de Katilimban, gana 190 euros al mes. Las familias pagan sus casas, se les pide que aporten una señal de menos de diez euros y van abonando en cuotas mensuales el coste de sus viviendas, a 20 años y sin intereses.
La orografía de esta zona no ha ayudado. Una hectárea entera hubo que dedicarla a cortar el monte para vencer la pendiente. Aun con ese esfuerzo, la tierra es blanda y húmeda, y dio problemas para edificar. “No solo es que tengan que hacer unos cimientos recios, porque está en pendiente, sino que padecimos un montón de percances, se nos deslizaba el terreno”. Se nota en las calles, aterrazadas sobre la ladera del monte, a las que se accede por pendientes. Cuentan de veintitantas casas cada una. Josephine Faustino está en la puerta de la suya con sus hijas, entre ellas una niña de un año que sostiene en brazos. Vinieron huyendo de Basilan, la isla de Abu Sayyaf. Se dirige al padre Calvo en cuanto lo ve.
—Ay, señor.
—¿Tiene tú miedo?
—No. Todos aquí conmigo. Cinco. Peaceful.
—¿De veras, peaceful? ¿Que tal man?
—Buenamente.
Buenamente es también cómo duerme Josephine desde que está en su casa, idéntica en su estructura a las demás, todas pareadas con sus fachadas descarnadas mostrando las bovedillas grises, aunque esta la han mejorado con el esfuerzo de su familia. Josephine tiene “peace of mind” (tranquilidad) porque sus hijos “van a escuela”, pero no todo es perfecto: la ciudad tiene problemas de abastecimiento de agua. Han instalado tres bombas para sacarla de los pozos, pero no compensan del todo que apenas llueva. Se lo dice al padre Calvo, que toma nota. “Vaya con Dios”, se despiden.
La calle de Josephine, todo lo que desde el centro comunitario se alcanza a ver de Katilimban está impecable. “Pues todo lo que ves, todo aquí, es autogestionado”, responde sin que precise preguntarlo Ángel Calvo. “Lo llevan todo ellos por su cuenta. No hacemos casas, hacemos comunidades, y la elección de sus representantes son más importantes que las nacionales. Nosotros somos meros observadores. Tienen comités para absolutamente todo: la seguridad, los jóvenes, los derechos humanos, las actividades deportivas… Incluso cada calle tiene su propio representante.”
“El lugar es ideal, junto a la costa, al mar, no está muy lejos del pueblo, y así es fácil el transporte”, remata Ángel Calvo. Katilimban es la tercera de tres comunidades levantadas por su empeño. Se suman a ella Kalinao (‘paz’) y Kalambuan (‘progreso’), que presumen de centros de salud, centros comunitarios a los que se convoca con una campana-bombona de butano, calles “Alegría”, “Amistad” y casas dotadas de “casillas” (ojo con los falsos amigos del chabacano: la palabra aquí significa ‘retrete’).
Ahora llega el turno de una cuarta. La lengua de los bisayas, el cebuano, gusta de las palabras que empiezan por la sílaba ka y varias personas han bromeado con el misionero sobre el nombre de la cuarta: “Kalvo”, podría llamarse. “No, no”, replica riendo Ángel Calvo: “Se va a llamar Kinayahan village, y será ecológica”. En este caso, cambia el modelo de construcción: “Antes las casas las hacían solo ellos. Tenía la ventaja de la implicación, pero se tardaba mucho más. Ahora hemos contratado una empresa que se compromete a edificar las viviendas, pero los futuros propietarios tienen que poner 400 horas de trabajo”. En un año, llegarán las primeras familias, hasta completar las 80 previstas.
La ONG Katilingban identifica las familias candidatas y las escoge entre las dos o tres comunidades que están en un mayor riesgo, más próximas al desahucio: las más vulnerables. Las hay que han sufrido el incendio de sus infraviviendas o a las que han sobrevivido a la embestida de una riada en sus casas (el 5 de octubre de 2013 unas lluvias torrenciales se llevaron por delante barrios enteros de Zamboanga y Basilan, y 128.000 personas se vieron afectadas). “También valoramos mucho la implicación y el interés”, subraya Ángel Calvo, porque “a algunas familias no les interesa entrar en el proceso de selección comunitaria”. Otros factores son el número de hijos. Katilingban es quien realiza la última selección: ver los valores de las familias, hasta qué punto aceptan a otras, respetan a las personas con otra religión o costumbres. En definitiva, quiénes saben convivir y hacer comunidad.
“Lo único que pido para mi vejez es sentarme a ver esta puesta de sol frente al mar”, confiesa el padre Calvo dejando atrás las pequeñas ciudades de exdesahuciados. El balcón de Zamboanga sobre el mar ha visto pasar a los yakanes, hábiles tejedores; los guerreros tausug —o moros, palabra que la mayoría lleva a gala—, los bajaus o gitanos del mar, gente nómada o apenas apostada en los manglares; los bisayas, hablantes de cebuano y procedentes de las islas centrales de Filipinas; los tagalos de Luzón, la isla de Manila...
“En Zamboanga la sociedad es muy compleja, de las más multiculturales que se puede encontrar”. Al padre Calvo lo han llamado “el cura musulmán”, en los terribles años de la Ley Marcial de la dictadura de Ferdinand Marcos se le llegó a considerar “comunista”, incluso lo han considerado “islamista” por intentar mediar con los grupos más radicales.
Zabida celebra la Semana de la Paz, el culmen de una serie de actividades pensadas para que los credos se encuentren. Choca que un cura concelebre con los musulmanes la ruptura del Ramadán, pero aquí, con él, se ha vuelto algo común. “El diálogo interreligioso no funciona con los ‘profesionales de la religión’. Nosotros lo que hacemos es buscar el common ground [el común denominador], dónde están los puntos de encuentro. La religión se ha basado mucho en las fórmulas teológicas, en los dogmas. El argumento era clarísimo: ‘si mi Dios es el verdadero, el tuyo no puede serlo’. Ahí chocamos mucho, pero hay otro nivel de entender la religión: la soteriología, saber quién se salva y quién no, y eso ha cambiado todo. La Iglesia decía antes que fuera de ella no había salvación: ‘Extra Ecclesiam nulla salus’, pero el Concilio Vaticano II dijo que eso no podía ser, que también la hay fuera de la Iglesia y de los dogmas”.
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