La vida diaria en Brazzaville (República del Congo) no parece fácil. Apenas podemos encontrar calles asfaltadas que faciliten su tránsito. Pequeños y grandes montones de basura se apilan a los bordes del camino, el barro parece brotar a borbotones de la tierra durante la época de lluvias, gruesos nubarrones grises cubren el sol hasta teñir sus rayos con un tono blanquecino, los niños juegan descalzos, parece que las esposas dedican diez horas diarias a tender la ropa, tienden ropa sin parar, con mucho cuidado para que el barro no la vuelva a manchar. Camisetas del Real Madrid (de la época anterior a Cristiano Ronaldo) con el nombre del jugador arrancado son un atuendo habitual. Que los niños chillen y se peleen en la calle es una escena habitual. La palabra que no quiero utilizar se desliza con total libertad por las calles mugrientas de Brazzaville y mancha sin escrúpulos, como el peor villano, el futuro de aquellos chiquillos; es la miseria del continente más hermoso del mundo. Sencilla, al natural.
Entonces se produce una ruptura bestial de esta escena deprimente. Un caballero aparece en escena. Su caminar elástico consigue sortear cada uno de los charcos, se detiene, se sacude los zapatos de piel marrón y brillante. Continúa su paseo balanceando los hombros hacia delante y hacia atrás, engrosando los labios que irradian un orgullo natural, sofisticado. Las manos cuidadas no pueden evitar dirigirse cada poco tiempo a la tela impoluta de su traje, pellizcan el traje, como haríamos para comprobar los sueños, y, satisfecho, sigue caminando con este movimiento elástico y genial. Nos hemos encontrado de frente con un sapeur, la escena más hermosa de Brazzaville. Es un dandi del Congo, un perfecto caballero del continente africano. Y nos encuentra él a su vez, se deleita con nuestra presencia impremeditada, estudia nuestra indumentaria, y tras ello se lleva la mano al sombrero para levantarlo unos milímetros mientras sonríe y nos muestra una ristra de dientes blancos y mágicos. Luego hace como hacen los espíritus del bosque, desaparece en el bullicio gris de la ciudad.
El sapeur congoleño nació de la humillación. El orgullo que brilla en su ropa funciona como un escudo contra la humillación. Aunque el orgullo le empuje en ocasiones a humillarse todavía más. Para comprender su existencia estrafalaria sería necesario retroceder a los años del colonialismo y desprendernos de nuestra vieja piel blanca, aunque sea por unos minutos, solo para calzar la textura resistente y montaraz que envuelve al congoleño. Habría que recordar el genocidio liderado por Leopoldo II de Bélgica y conocer a los porteadores de armamento y equipo militar que se arrastraban por las trincheras de la Primera Guerra Mundial, parecidos a esclavos, arrancados de las selvas verdes para ser zambullidos en el fuego y el terror. Habría que comprender la dificultad inherente a ser africano en la Europa de los años 20, y el desprecio inevitable que sufrían de las manos del europeo. Habría que sufrir lo indecible, aceptar ese sufrimiento, y luego buscar el orgullo en el sufrimiento.
El sapeur congoleño no nació en el Congo sino en Europa, en las calles de París, cuando los primeros inmigrantes se colaban arriesgando el pellejo en el viejo continente y buscaban a la desesperada una manera de encajar en la sofisticada sociedad francesa. Paseando por los Campos Elíseos durante la década de 1930 nos habríamos topado con personajes encantadores y desarraigados que vestían con la pulcritud requerida. Siguiendo el llamamiento europeo que pretendía “vestir al negro salvaje y llevarlo por el buen camino de la civilización”, acataron las normas requeridas para pertenecer a una sociedad privilegiada, entonces se vistieron con las mejores prendas que encontraron y adoptaron las maneras cuidadas del hombre “civilizado”. Dándole un toque personal que permitiera “africanizar” la vestimenta impuesta por los europeos. Hasta que llegó la Segunda Guerra Mundial y el pensamiento africano dio un giro radical. Resulta que los congoleños, los keniatas, los senegaleses, los nigerianos y tantos otros africanos recibieron durante el conflicto un fusil y la orden de acabar con el enemigo alemán, y los congoleños, los keniatas, los senegaleses y los nigerianos descubrieron un secreto que el europeo llevaba siglos ocultándoles.
Vieron al europeo que sangraba igual que ellos y que llamaba a gritos a su mamá con las tripas asomándole entre los dedos, fueron testigos del blanco que asesina a otro blanco, descubrieron la debilidad del poderoso hombre blanco, destaparon a cuchillazos su humanidad lujuriosa. Y los soldados africanos (cerca de un millón de ellos combatieron en la Segunda Guerra Mundial) regresaron a sus hogares con las maletas a rebosar de trajes caros y contaron a todo el mundo cómo habían visto al hombre blanco encerrado detrás de una verja y vestido con el pijama de rayas, igualito que ellos en los campos de concentración ingleses y belgas, y aseguraron que el hombre blanco también lloraba, que era débil. Fue la chispa que encendió las independencias africanas, liderada por veteranos de guerra en Europa, eclesiásticos y grupos de izquierda organizada.
“Cautivados por el esnobismo y la elegancia refinada de la ropa de los hombre de la costa, los domésticos congoleños rechazaron las ropas de segunda mano de sus señores y se convirtieron en consumidores incansables y fervientes conocedores, gastando sus escuetos sueldos extravagantemente para adquirir las últimas modas parisinas.” Así define el historiador Didier rGondola los impulsos que llevaron a la creación de La Sape, la Société des Ambianceurs et des Personnes Élégantes (Sociedad de (creadores) de ‘Ambientes’ y Personas Elegantes). El orgullo que les reportaba vestir con las prendas adecuadas les llevó a ser considerados un movimiento anticolonialista (porque el colonialismo veja al colonizado y no sabe reaccionar frente al orgullo incomprensible del ser maltratado), hasta el punto de que la sociedad de La Sape fue uno de los engranajes clave que permitieron la independencia de la República Democrática del Congo y de la República del Congo. No piense el lector que el dandi congoleño es puro atuendo. Es orgullo africano, es el color de la tierra, la sangre que palpita con una fiereza temible. Su orgullo se contagió rápidamente al resto de los congoleños durante la década de los 60 y ahora son libres, o todo lo libre que un hombre puede ser allí abajo, en las calles atrafagadas de Brazaville.
Durante los años 80 procuró prohibirse la sapología en los espacios públicos del Congo. Estos caballeros que visten tejidos tan llamativos y muestran al pueblo la posibilidad de aspirar a una vida mejor, más pulcra y más deseable en un entrono donde lo bueno, lo pulcro y lo deseable entran en la categoría del mundo de los sueños, supusieron una incomodidad para los gobiernos coloniales, sí, pero también para los gobiernos posteriores que hundieron a sus países en el pozo donde se encuentran ahora. Solo fue una suerte que esta prohibición fuera breve, y hoy los sapeur son considerados iconos culturales del Congo y cada vez son más los congoleños que aspirar a pertenecer a esta selecta sociedad. Incluso se han creado sociedades similares en ciudades de Kenia y Tanzania.
En primer lugar se debe llevar ropa de marca. Que la marca sea más o menos lujosa (y por tanto, más o menos cara) no importa demasiado, siempre y cuando la ropa sea de marca y no una falsificación. Las falsificaciones no están permitidas en este grupo selecto de elegancia y color. Entonces encontraríamos a personajes que piden créditos millonarios en francos congoleños para comprarse tres trajes nuevecitos de Emilio Tucci, o jóvenes entusiastas que dedican tres años de ahorros para comprarse un par de zapatos J.M. Weston de segunda mano. Se los traen los congoleños que vuelven de Francia por las vacaciones, como pequeños tesoros sacados del País de las Maravillas. Y yo me pregunto si los zapatos son verdaderos, si la piel de cocodrilo que cuidan con tanto mimo será real, o los pobrecitos sapeur llevan décadas siendo estafados por sus primos franceses.
En las casas de los dandis pueden encontrarse cubos enteros con corbatas y pañuelos, cubos enteros encajonados en las esquinas de sus casas de cemento barato. Las paredes están desnudas y sucias, su cama se limita a un pequeño catre desmadejado sobre el suelo, algunos no tienen trabajo para alimentar a los suyos, sus hijos nacen, enferman y mueren, pero son cubos de corbatas y pañuelos y sombreros de ante y zapatos de piel y trajes de Armani. ¿Una paradoja? ¿Una estupidez? Ellos dicen que necesitan aparentar riqueza y un estatus social elevado frente a sus vecinos. Lo necesitan. Aunque tengan que saltar de forma ridícula entre los charcos de su calle para no mancharse los zapatos. Aunque sus estómagos rujan por el hambre. La moda es su adicción. Una adicción al orgullo que nació de una profunda humillación. Es terrorífico pero, a su vez, forma parte de esa clase de artículos humanos que hacen de lo terrorífico algo igualmente hermoso, admirable, luminoso. Los niños corren detrás de ellos, los jóvenes sueñan con conseguir un trabajo que les permita ahorrar y comprarse su primera corbata. Brillan sus trajes de colores en la miseria abandonada de Brazzaville.
Algunos incluso se arruinan para adoptar esta apariencia superflua que no les reporta ninguna riqueza tangible. Son superhéroes arruinados; o son superhéroes, precisamente, porque se arruinaron. Hace falta un tipo de valentía incomprensible para nosotros a la hora de gastar los ahorros de una vida en un par de zapatos que Dios sabrá si son falsos. Deben hacer gala de una educación exquisita, sonreír a todo el mundo, moverse con la elegancia adecuada, vestir de forma colorida y original, al contrario de los dandis europeos que no salen de los colores crema y oscuros. Son un coletazo de orgullo fiero. Si visitas Brazzaville, Kinshasa, Nairobi o Kampala en alguna ocasión y llegas a cruzarte con ellos, no te atrevas a juzgarlos ni te rías de su atuendo variopinto. Respétalos, responde con educación a su saludo con sombrero. Se tratan de hombres más fuertes de lo que tú y yo jamás seremos. Y mucho más elegantes, esto se da por sentado.
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