Hay un pasaje significativo en Inocencia (Alejandro Gil, 2018) que parece centrarse solo en la reacción de los voluntarios cuando, inconformes, exigen más condenados a muerte. No quieren saber de nombres, sino doblar una cifra dada, porque así se compensa a su grupo. Cuatro estudiantes de Medicina no son suficientes para una pena de muerte que pretende servir de escarmiento.
Los voluntarios desean comprobar además que, en verdad, pueden manejar a su antojo las disposiciones del poder metropolitano en la colonia cubana. Probar que la extrema violencia es necesaria supone, en primer lugar, una descortesía para con quienes implantaron la ley. Luego, revela un desconcierto que será sosegado tal vez entre ellos mismos con su “patriotismo de convención”, cuando no por la propia conciencia moral o por el paso del tiempo, donde casi todo parece olvidarse o se pretende el borrón y cuenta nueva.
A la luz de hoy, no sorprende cómo pudieron vivir los integrantes del batallón de voluntarios después del espantoso fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, el 27 de noviembre de 1871, y —no se olvide— de la eliminación de los cinco abakúas que, armados, intentaron impedir la matanza. Por cierto, dicho complemento histórico se integra al relato narrado de Inocencia para consumar una secuencia admirable.
Por otra parte, duele saber que también hubo una multitud de cubanos que, para congraciarse con los voluntarios o por temor a ellos, abucheó a los estudiantes condenados. Gil no quiso complejizar más dos bandos bien opuestos. La historia nacional, como foránea, recuerda que las aglomeraciones no son autónomas y espontáneas, sino inducidas y confusas. No nos sorprendamos a estas alturas.
Ahora, ¿se justifica lo acontecido en 1871 por la indolencia metropolitana? La protesta del canario Nicolás Estévanez Murphy no fue la excepción. No hubo una total apatía por parte del gobierno español. En el fondo, sí supo que el caso se le había ido de las manos. Incumpliendo derechos ciudadanos, intentó quedar bien con otro grupo partidario e influyente como el de los voluntarios. De hecho, ellos avivaron el homicidio, no para honrar la memoria del Gonzalo Castañón, sino para ejercitar relaciones de poder en un contexto de muchos conspiradores separatistas o reformistas. Se entretuvieron con supuestas ingenuidades criollas.
La cámara sobre el semblante del capitán de voluntarios —interpretado por Héctor Noas— sintetiza con mucho acierto la aparición de la duda por la desmesura del “¿qué he provocado?” Pero ya no pudo desdecirse de cuanto pidió: más sangre de los infidentes. Mostrar esta mínima perplejidad en su rostro enriquece la caracterización de un personaje amparado en lo histórico, lo cual repercute en su psicología dentro de la trama ficcional.
¿Se condujo de este modo el alto oficial? No interesa a los efectos de lo que pasó en realidad, porque presenciamos un relato reinterpretado y reconstruido. He ahí el conflicto extrafílmico para Alejandro Gil, pues tuvo una responsabilidad como investigador y otra como autor, en cuanto decidió qué exponer y cómo narrarlo.
En rigor, llenar lagunas de la historia es cuanto enaltece la propuesta de Gil. En este sentido, no puede ser más emblemático el detalle del fragmento de la reja cortada en los inicios de la película, cuando la cámara nos presenta una noche lluviosa en un cementerio. Allí vemos —porque se nombra— a Fermín Valdés Domínguez (Yasmany Guerrero) y a otros hombres exhumando cadáveres. Admitiéndolo o no el equipo de realización de Inocencia, ese hierro faltante pide ser suplido por la construcción de caracteres y puesta en escena en general.
Para calzar lo anterior era preciso un guion justo y abierto, donde la idea sobre los acontecimientos previos y posteriores al fusilamiento negociara con lo ameno, sin demeritar lo fidedigno. El propósito de Gil es situarnos frente a personajes reales, donde se evidencie y sugiera a un tiempo: amor frustrado, vocación detenida, desastre familiar, pérdida del amigo… y el sentimiento de ausencia desde el presente de Valdés Domínguez.
El excelente guion de Amílcar Salatti expande el universo estudiantil por el centro y los contornos de la Cuba colonial. Se quiere vincular pasado con presente, a través de un modo de hablar en que se articule bien, mientras la amabilidad ampara una socialización más reciente. No importa si héroes o mártires, españoles o cubanos, víctimas o victimarios, figuras menores u hombres representativos, no son seres espaciales los que vivieron en el siglo XIX. Que ya con vestuario y maquillaje, iluminación y color, escenografía y atmósfera, se muestra la época.
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— Selvyn Kennedy Mon Apr 15 16:05:31 +0000 2019
Los sucesos del 27 de noviembre de 1871, como otros acontecidos en Cuba, pueden exhibirse en la gran pantalla (y hasta en la pequeña) porque hormiguean las historias y los personajes polémicos. Pero le tememos al lado oscuro de nuestras grandes figuras históricas y esquivamos —salvo Alberto Yarini o el literario Juan Quin Quín— la riqueza de nuestros antihéroes criollos, como el redimido Manuel García.
¿Por qué el cine cubano no hace biopics acerca de deportistas, por ejemplo? Considerando Capablanca (Manuel Herrera, 1987) y a los peloteros de En tres y dos (Rolando Díaz, 1985) y Plaff (Juan Carlos Tabío, 1990), los pugilistas de El acompañante (Pavel Giroud, 2015) y de Bailando con Margot (Arturo Santana, 2015), así como otros atletas no menos singulares en dibujos animados, la ficción se ha interesado muy poco o casi nada por el héroe o heroína deportista. ¿Razones? La concepción de figuras sobresalientes que motivan cambios políticos y sociales no suelen asociarse a lo lúdico, sino a lo ceremonioso y marcial.
La heroicidad en el cine perteneció por muchos años a mambises y rebeldes, cuando no a obreros calificados. Hoy, cuando otras figuras emergen, alejadas de una sola y única modalidad osada, recurrimos a la historia para agasajar a los héroes caídos que cosecharon varias victorias. Más que por la generosidad hacia nuestros hombres y mujeres del pasado, la postura debe ser valiente por arriesgada en lo artístico, sin que ello suponga desmentir lo histórico. Existen varios ejemplos que acreditan sugerentes tratamientos sobre héroes y hazañas.
Lo estimable en Inocencia no ha sido reproducir desde lo conocido un asesinato grupal de indiscutible trascendencia política. Más bien el logro ha consistido en humanizar a víctimas referidas en libros y clases de Historia para aproximarlas al afecto actual. Con la divisa de que no conmueve lo que primero no ha simpatizado, Alejandro Gil entrega un retrato colectivo desde la particularidad de cada uno de estos jóvenes, quienes fueron, hasta donde pudieron, más aprendices de la vida que de la Medicina. Estaban en formación profesional y empezaban a vivir. Que los malograran con crueldad no los hace héroes nacionales ni de ninguna clase: no tuvieron oportunidades para destacarse.
¿Acogían ideales patrióticos? Por supuesto, incluso siendo hijos de españoles. Héroe fue el capitán Federico Capdevila, porque los defendió; Valdés Domínguez, porque antes de investigar y escribir sobre ellos para rescatarlos del olvido, buscó y halló sus restos. Héroes fueron los abakúa habaneros, linchados aquel 27 de noviembre de 1871.
Si dejamos a un lado los momentos de repaso histórico e instancia patriótica donde se canta —en una segunda ocasión mejor que la primera, en provecho del montaje paralelo— “La Bayamesa”, Inocencia resalta por su resultado fotográfico, que alterna entre los interiores sombríos y esa tonalidad ocre que no impide la fuerza de la luz en lo citadino y rural de La Habana diurna.
El trabajo con los intérpretes ha sido cuidadoso, desde las actuaciones especiales (Alejandro Palomino, Patricio Wood, Edwin Fernández, Osvaldo Doimeadios, Samuel Claxton, Roque Moreno, Manolín Álvarez, Omar Alí…) hasta las que soportan y aceleran el conflicto, como el voluntario de Héctor Noas, pasando por quienes median, como el Dionisio López Roberts (Gobernador Político) de Yadier Fernández, el Manuel Araujo de Ray Cruz o el Claudio Suárez de Jorge Enrique Caballero.
El Capdevila de Caleb Casas les ha parecido a algunos espectadores una equivocación por el tono de su retórica. Mas, si consideramos la terminología y la inflexión con que desde hace años se manifiestan los abogados en los juicios, no nos sorprendamos entonces de que, en el siglo XIX, las intervenciones fueran aún más ensayadas y, por tanto, ampulosas. En cuanto al Fermín de Yasmany Guerrero, persuade como el Alonso Álvarez de la Campa de Carlos Alberto Busto. Pero, desde un inicio, el espectador se identifica con la relación amorosa protagonizada por Anacleto Bermúdez (Luis Manuel Álvarez) y Lola (Claudia Tomás), o sobrelleva la angustia del señor González, de Fernando Hechavarría.
Inocencia representa un diálogo muy honesto con la historia nacional. Más allá del apego temático, ha sabido Alejandro Gil alejarse con cautela para ofrecernos un registro epocal y humano inquietante. (2019)
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