ANA PÉREZ-BRYAN
Cuando Reme puso sus ojos en aquel local para hacer «lo que había querido desde pequeña», la zona era apenas «un huerto de claveles», la barriada de Santa Julia estaba sin terminar y los barrios de Santa Marta y La Asunción eran sólo proyectos sobre el papel. «No teníamos ni luz ni agua y mi madre me decía, asustada, que me veía muy joven y que me estaba gastando lo que no tenía en meterme en ese lío».
De aquello hace 64 años. Hoy el distrito de Cruz de Humilladero es el segundo más poblado de la ciudad, la revolución del ladrillo se impuso a la de los claveles y Remedios Madueño Sánchez, 86 recién cumplidos, sigue en el mismo lugar.
–«Mi vida ha sido mi trabajo. ¿Que tenía trampas? Claro, siempre estaba pensando en el siguiente local que iba a comprar y aún sigo, pero mira ahora...». Reme se gira y contempla el imponente edificio que ocupa su negocio, Escuela Profesional 'Antonio-Eloy', celebrando que el calendario le dio la razón hace tiempo. El inmueble, «reformado de arriba a abajo entre 2004 y 2006», ocupa todo el número 9 de la avenida Ortega y Gasset y se abraza con parte del 7 y del 11. «Y la farmacia que hay en los bajos del 11 porque no la puedo comprar, que si no...», bromea a sabiendas de que no necesita terminar la frase para confirmar su hambre de seguir creciendo.
Saciarla fue posible gracias a una receta que combina «la paciencia, la constancia y la amabilidad» con el trabajo duro y «algo de suerte». Reme tira de recuerdos apoyada en el mostrador de la entrada y repasando una a una las fotos antiguas que construyen su historia: ese primer local con una docena de puestos con secador, las celebraciones de fin de curso con sus alumnas en las décadas de cardados imposibles, los premios que fueron llegando, la ampliaciones sucesivas del negocio –«compré parte de este edificio antes de cumplir los 30. Me gasté 240.000 pesetas de la época más la obra», admite orgullosa–, las fotos familiares... Sonríe en todas, robusta y elegante, siempre peinada y vestida a a la última. Cómo no si su padre llegó a tener dos peluquerías en su Cártama natal y su madre se ganó la vida como modista. «Una familia normal, tampoco se puede decir que éramos humildes ni que yo viniera de abajo», resuelve Reme, que homenajea a ambos con el nombre de su escuela: «Mi madre se llamaba Antonia y mi padre Cristóbal, pero todos nos conocían en el pueblo como 'Los Eloy'».
Fiel al recuerdo pero sobre todo al porte que luce en las fotos, el alma mater de 'Antonio-Eloy' se maneja con la misma elegancia a pesar de que una caída reciente «y los efectos del confinamiento, que ha sido malo para todos» le impiden ir todo lo rápido que acostumbra. Esa velocidad la compensa con la memoria fresca de las fechas y las personas, de los acontecimientos importantes y, sobre todo, de las cuentas. «Ahora va todo por ordenador, pero yo nunca lo he necesitado: lo tengo todo aquí», dice dándose golpecitos en la sien. Reme se para un momento, echa un ojo alrededor y suelta como queriendo terminar de envolver los datos:
–«¿Sabes qué? Que he ganado más dinero que un torero».
–«Me acaba de dar el titular».
–«Sí, sí, es que es verdad. Recuerdo una señora que tuvo cuatro negocios por aquí, los cuatro cerrados, que me pidió consejo: 'Es que no te puedes ir al médico a las once de la mañana y dejar la tienda' –le dijo–. Que aquí hay que estar para todo».
También tener claro lo que se quiere y la cabeza «bien amueblada»: la de Reme peinando ya canas en un delicado lila que consigue con Fanola y con el cuidado diario en su peluquería. Dónde si no. «Las niñas se pelean por peinarme», bromea antes de entrar de lleno en explicar por qué no son casualidad ni la puerta grande ni esos 64 años al pie del cañón, más los seis de sus inicios formándose en Tánger «porque en Málaga no estaba la academia que yo necesitaba». Ella fue pionera en muchas cosas: fue la primera en tener un negocio en el barrio, una de las primeras en Málaga en contar con un servicio integral de peluquería y maquillaje y la primera que ponía en práctica los últimos avances en estética. La primera en llegar y la última en salir del negocio.
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«Mira, mi hija pequeña, Belén, se llama así porque nació el día de Nochebuena (...). Yo le estaba haciendo en ese momento la permanente a Caridad, una de mis clientas de toda la vida que aún viene por aquí, y me puse de parto. Me dio el tiempo justo de llegar a casa y echarme la bata y el camisón para que mi marido me llevara al hospital. Ese mismo lunes ya estaba de vuelta (...). ¡Ahora a las niñas os dan cuatro meses de descanso!», se ríe con Belén sentada a su lado.
Tener a sus cuatro hijos vinculados al negocio y a su marido –Antonio Moreno, fallecido en 2002–, como cómplice de su espíritu emprendedor terminan por enmarcar una foto sin un pelo fuera de su sitio. En sentido literal: «Mi padre era muy moderno para la época y colaboraba en todo –cuenta Belén–. Por la mañana nos llevaba al colegio, a mis dos hermanos al Colegio Europa y a nosotras a La Presentación, y comíamos allí para que fuera más fácil que mi madre se organizara en la peluquería».
–«Eran otros tiempos», zanja Reme, pionera pero no feminista: «¿Eso? ¡Ah, no! Tonterías no. Yo nunca le he tenido que dar explicaciones a nadie. Siempre he ido por delante».
En esa evolución natural a la que prefiere no poner etiquetas, era habitual que las jornadas se prolongaran hasta las 9 o las 10 de la noche: «Había servicios que hacer, ¿cómo iba a dejarlos?», se explica Reme, jubilada desde hace años pero, aún hoy, pendiente a diario de que todo siga funcionando como un reloj. Porque ese tic-tac nunca ha parado. Ni en sus inicios, con las primeras empleadas con las que dio impulso a la academia y a la peluquería; ni ahora, cuando las cifras que maneja harían a más de uno perder la cabeza: la escuela recibe a unos 500 alumnos al año y cuenta por miles los jóvenes que han aprendido el oficio de manos de Reme y los suyos; tiene en plantilla a más de 30 empleados; se ha especializado en los sectores de peluquería, estética, maquillaje, uñas y naturopatía y sus cuatro hijos –Carlos, Eloy, Gema y Belén– se reparten las cuatro grandes áreas de un negocio en el que, por poner ejemplos, se consumen más de mil litros de champú al año.
Arriba, con sus cuatro hijos (Eloy, Belén, Gema y Carlos), que ahora llevan el negocio. Abajo, recogiendo en el año 69 la distinción de la agrupación nacional sindical de peluquerías de señoras. Al lado, en sus inicios, peinando a una clienta/ ñito salas y archivo familiar
El vértice de esa pirámide fabulosa es Reme, ahora en su paseo cotidiano por la primera planta del edificio, dedicada a la escuela de peluquería, para supervisar a los «niños». Así llama a sus alumnos, que la reciben con banda sonora de secador y paleta de colores en decenas de tintes. En los sillones, clientes de todas las edades –muchos, del barrio– que acuden en calidad de 'modelos' y que sólo pagan por los suministros y los productos empleados. Reme recuerda entonces otros tiempos, cuando la peluquería tenía más de artesanía y menos de técnica, aunque en su discurso pesa más la apuesta por estar a la última que la tentación de la nostalgia: «Eso sí, me acuerdo cómo en los primeros años se corrió rápidamente la voz de la peluquería y venía gente de toda Málaga. Aquí recibía yo a las 'niñas' de los almacenes Álvarez Fonseca, a las de Gómez Raggio a las de Casa Mira...».
Esa mirada a la clientela de-toda-la-vida se la permite en la planta de abajo, dedicada al negocio de peluquería convencional, de señoras y de caballeros. «Me gusta hablar con mis clientas de siempre; por eso vengo, porque no sé estar en casa», confirma repasando por encima decenas de nombres o las sesiones de peluquería y maquillaje a las estrellas del cine español porque desde que arrancara el festival, hace casi 25 años, son el servicio oficial. También de todos los grandes acontecimientos que se celebran en Málaga que tengan que ver con la imagen.
Galería.
La charla pide anécdotas: «Es verdad lo que se dice de que las peluqueras somos como los confesores, pero yo nunca he sido mucho de palique. Lo que yo quería era que el trabajo saliera adelante; que al público no le gusta mucho el charloteo», dosifica Reme poniendo en cuarentena ese mito de confesionario heterodoxo de rulos, secadores y lacas de uñas. De hecho, aún desfila con ese espíritu entre los confortables butacones de las salas y a veces se detiene para darle el último toque a los recogidos, su debilidad junto a otras aficiones como la costura y los «primores»: «Ya no peino, pero si veo que están haciendo un moño, me acerco y le doy el último toque con las manos», dice acompañando el gesto y poniendo el 'sello Reme' en esa delgada línea que distingue el trabajo del estilo de vida y que resume en una filosofía tan sencilla y perfecta como un buen alisado: «Que al final, todos se vayan contentos».
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