En 1916, un ruso cuarentón entraba por la puerta del consulado británico en Nueva York, que por aquel entonces era un hervidero de actividades secretas. Lo explica Sean McMeekin en Nueva historia de la Revolución Rusa (2017). Los espías aliados no dejaban de repetir un nombre: Grigori Rasputín. Temían que el hombre de confianza del zar Nicolás II fuera un germanófilo que lo convenciera para sacar a Rusia de la guerra. Sobre esto, esperaban que aquel misterioso ruso, llamado Serguéi Trufánov, tuviera algo que decir.
“Rasputín [...] era el ‘santo demonio’ en un cuerpo reverenciado por todos. Representaba la oscuridad, la corrupción, la fuente del mal en Rusia”. Este fragmento pertenece al prefacio de The mad monk of Russia, Iliodor: Life, memoirs and confessions of Serguéi Michailovich Trufanoff (Iliodor), las memorias que Trufánov escribió en 1918 en su exilio en Noruega. Desprevenidos, lo que no sabían los británicos es que detrás de ese hombre carismático y de rasgos inocentes se escondía un manipulador.
Lee tambiénIliodor veía todo aquello con recelo. Prueba de ello son sus ensayos de aquellos años, donde mezclaba el fanatismo religioso con el antisemitismo. Con igual intensidad despreciaba a los miembros de la intelligentsia rusa, los intelectuales seculares de izquierdas y de derechas. Como explica Simon Dixon, que dedicó un amplio trabajo a la figura de Trufánov, el joven era un perfecto producto de la academia teológica, que desde hacía tiempo se había significado por ser un foco del movimiento reaccionario.
En los pasillos de la institución trabó amistad con otros religiosos conservadores. Pero, sin duda, el que más le impresionó fue uno de físico imponente y gesto serio, Grigori Rasputín. “Bajo la influencia de la oración, Rasputín ha sublimado sus instintos sexuales hasta el punto de que ya no duerme con su propia mujer”, dijo de él en una ocasión. Es evidente que el muy inocentón todavía no conocía a su colega.
Sea como fuere, aquella fue una amistad muy provechosa, pues por entonces Rasputín ya se había hecho un nombre en la corte. Tras graduarse, Iliodor fue asignado al seminario de Yaroslavl. Según Dixon, la elección no era casual. Fue en esa ciudad donde la Unión del Pueblo Ruso (UPR), una organización política de la derecha radical, abrió su primera filial provincial. Un escenario perfecto para que el joven Iliodor diera rienda suelta a su discurso más incendiario.
Su llegada no pudo ser más inoportuna. Tras la Revolución de 1905, y con la esperanza de calmar a campesinos y obreros, el zar había otorgado a los rusos libertades políticas y religiosas. Además, el Manifiesto de Octubre también legitimaba la creación de un Parlamento y abría la puerta a una monarquía constitucional.
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— river ❼ Tue Jun 01 01:10:49 +0000 2021
Para Iliodor, aquel era un documento satánico de cabo a rabo, que no dudó en demonizar a través de las páginas del periódico Russkii narod. Los sabuesos de la UPR, a su vez, respondieron al llamado a la acción del fraile con violencia en la calle.
Para el rector del seminario, Evsevii, que tuvo que ver desde la ventana de su despacho como ardían los negocios judíos, aquello era demasiado. También para el Santísimo Sínodo Gobernante, el órgano de gobierno de la Iglesia rusa. El Sínodo había aceptado parte de los principios del Manifiesto de Octubre, y recelaba de los religiosos reaccionarios. Aunque dijeran ser el escudo del zarismo, estos curas “campesinos” podían tensar el orden social hasta el punto de poner en peligro la continuidad de la monarquía.
La decisión estaba tomada: Iliodor debía partir hacia el seminario de Nóvgorod. Pero el monje tenía amigos poderosos. Desde la UPR hasta Rasputín, fueron tantas las peticiones que recibió Nicolás II que acabó revocando la decisión. Sin embargo, muchos de sus valedores advertirían que habían alimentado a una bestia incontrolable. Si había sido simpático a ojos de la derecha, no lo fue tanto cuando sus diatribas se dirigieron hacia los burgueses, los aristócratas y los burócratas del Estado.
Lee tambiénAllí aterrizó ese monje irredento, repartiendo insultos y amenazas a diestro y siniestro. El Ministerio del Interior tuvo que poner hombres de uniforme en todas sus apariciones públicas. Más escondidos, también era habitual ver a agentes de paisano tomando nota de todo lo que decía. No tardó en producirse una algarada con heridos, y una vez más el Sínodo pidió su traslado. Tras una entrevista con la zarina, Iliodor fue perdonado, con la advertencia de que sería la “última vez”. Se equivocaban.
El intento del zar por contener a la oveja descarriada no pudo ser más improductivo. El monje volvió a Tsaritsin más engreído que nunca, iniciando la construcción de un gran complejo monástico, que incluía una catedral y que se convertiría en el centro de su vida pública. Desde allí, Iliodor volvió a azuzar la violencia, y en poco tiempo el Sínodo estaba pidiendo su traslado a la lejana provincia de Tula.
Esta vez no habría protección real, y es aquí donde esta historia se torna increíble. “No hay leyes en el Imperio que puedan obligarme a ir a Tula”, exclamó ante los medios. Mientras la prensa afín se aseguraba de mantenerlo en los titulares, Iliodor llamaba a sus seguidores a atrincherarse junto a él, como si fuera un mártir.
La crisis se alargó durante varias semanas hasta que el Sínodo pidió ayuda a las autoridades civiles: sería la policía la que desalojara el monasterio. El resultado fue una escena pintoresca, con el Ejército Imperial rodeando los muros del complejo, mientras un tren permanecía en la estación más cercana por si la evacuación del monje debía ser rápida. Nunca sucedió. Un Stolypin dubitativo temía un baño de sangre, y las autoridades decidieron postergar sine die el traslado.
Como si fuera una partida de ajedrez, y por suerte para el primer ministro, fue su contrincante el primero en dar un paso en falso. Sucedió cuando Iliodor quiso enfrentarse a un enemigo mayor que él: Rasputín. No lo hizo como castigo por la agitada vida sexual de su amigo, como dijo en sus memorias, sino por puro tacticismo.
Grigori Rasputín tenía cada vez más enemigos en la corte. ¿Qué mejor momento que ese para deshacerse del único que podía hacerle sombra? Aunque poco se sabe sobre las motivaciones reales de un hombre tan críptico, eso es lo que creen la mayoría de los historiadores.
Su intento de desprestigiarlo fue feroz. Llegó a afirmar que Rasputín mantenía una relación indecente con la zarina. Gran error. En poco tiempo, Iliodor ya ocupaba una pequeña celda en una alejada comunidad de catorce religiosos. Mientras tanto, la policía entraba en su monasterio, donde descubrieron grandes cantidades de dinero ilícito. Después de este golpe, Iliodor tardó poco en presentar su renuncia voluntaria.
Inmediatamente después fue puesto bajo estrecha vigilancia policial, en parte porque había planeado asesinar a Rasputín. Sin embargo, dicha vigilancia no evitó que lograra escapar a Noruega. Lo hizo con la ayuda del escritor Máximo Gorki, dispuesto a utilizar cualquier herramienta para menoscabar la reputación del zarismo. De esa extraña alianza entre un reaccionario y un pensador de izquierdas nacieron las memorias de Iliodor. De todos, este es quizá el texto que más ayudó a cimentar la leyenda negra sobre Rasputín.
Tras escribir su libro, en 1916 tomó un barco hacia Nueva York. Pensando en cómo sacar provecho económico a su experiencia vital, poco le importó vender sus artículos a los periódicos judíos. Incluso se interpretó a sí mismo en una película titulada La caída de los Romanov (1917), donde contaba su particular versión de los hechos.
En un enésimo giro de guion, tras la finalización del filme regresó a Rusia, donde esperaba encontrar un hueco en el nuevo régimen. Mandó una carta a Lenin hablándole de lo que él consideraba una “revolución religiosa”, aunque no obtuvo respuesta.
Menos éxito tuvo cuando, de regreso en EE. UU., trató de labrarse una carrera como opositor al bolchevismo. Murió en 1952 en el más absoluto anonimato. Aunque no se sabe con certeza, parece que su último empleo fue el de conserje del rascacielos Metropolitan Life Insurance Tower, en Manhattan.
A la luz de sus extravagancias, la biografía de Trufánov corre el riesgo de ser tomada a la ligera. En efecto, fue un enfant terrible de la monarquía rusa, pero también quien más puso de relieve su debilidad. Alguien más zarista que el propio zar, muy peligroso en una Rusia que se desangraba por la tensión entre lo nuevo y lo antiguo. Vivió lo suficiente para ver el desenlace y cómo se escribían las páginas más sangrientas de la historia de su país.
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