(El siguiente texto es una recreación en primera persona de la vida y la trayectoria de Daniel García, fundador de 31 años de Cryptoavatars, una empresa que se dedica a crear avatares y entornos de realidad virtual para el metaverso. Nace de una entrevista entre el protagonista y David Vázquez, de Business Insider España)

Mi día empieza relativamente pronto, a eso de las 6 de la mañana, en Zaragoza: levantarse, ducha y fría y, de inmediato, a la oficina. De camino, ya empiezo a consultar a través del móvil mis canales de Discord, mi buzón de email y las redes sociales para ver qué se comenta.

Si no me ha hablado nadie durante la noche, empiezo yo a tirar de algunos hilos, a hablar con unos y con otros. Después, mantengo las primeras reuniones del día con mi equipo para ver cómo van todos los proyectos y qué necesidades hay.

¿Que de qué son estos proyectos? Bueno, para entender lo que hago probablemente haga falta remontarse unos cuantos años.

Concretamente, 7 años atrás, cuando un amigo y yo fuimos a Londres con la firme intención de cumplir nuestro sueño: crear una empresa de videojuegos. En realidad, puede que incluso haga falta remontarse algo más.

En el colegio nunca fui un gran estudiante. Sí es verdad que procuraba estar atento en clase porque de lo que explicaban los profesores en el aula luego intentaba tirar en los exámenes, pero la verdad es que en casa tenía otros muchos intereses que tenían más que ver con el dibujo y con el diseño.

Tardé poco en darme cuenta de que temas como la sintaxis y demás no eran para mí. Con los años, las cosas se fueron complicando y terminé haciendo las pruebas de acceso a un Grado Medio en Sistemas.

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Aquello no se me daba mal, aunque tampoco me llenaba del todo. Tras aprobar aquel curso, me inscribí también en otro sobre programación informática. No obstante, en el verano entre una cosa y la otra, hice también un curso de diseño en 3D. Fue como una revelación.

A diferencia de lo que me había pasado en el colegio y en el curso sobre informática, aquello, desde luego, sí que tenía que ver conmigo. Como no quise renunciar a aprender programación, aquel curso terminé haciendo por la mañana uno y por la tarde otro.

Con el tiempo, me surgió una oportunidad de empleo en Imascono, una empresa que da soporte y servicios informáticos en Zaragoza. Con la sensación de que ya había aprendido todo lo que necesitaba sobre programación y diseño en 3D, me puse a trabajar.

Pero el diseñador que había dentro de mí no me dejaba en paz.

Mientras mi familia y mis amigos me insistían en que terminara mis estudios de programación por aquello de tener un título y, con él, algo a lo que agarrarme si venían mal dadas, yo me hice una pregunta: ¿me veía picando código con 40 años?

Si me respondía a mí mismo con honestidad, la respuesta era que no.

Con esto en mente, tomé una decisión que cambiaría para siempre mi vida: dejé el trabajo, dejé la programación y me dediqué de lleno a aprender sobre diseño 3D a través de cuanto cursillo, libro o explicación caía en mis manos.

Paralelamente, sin saber muy bien por qué, empecé también a cumplir una vieja ilusión: aprender sobre anatomía.

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Con los años, precisamente serían aquellos conocimientos sobre el cuerpo humano los que me abrirían las puertas de un negocio pionero en Europa. Pero no adelantemos acontecimientos.

De los videojuegos al diseño 3D, y del diseño al metaverso

En 2016, me sentí preparado para dar el salto al vacío que supone crear una propia empresa. Junto con un amigo, me mudé a Londres y fundé Polygonal Mind, una desarrolladora de videojuegos.

Pero aquello no salió muy bien. En el sector de los videojuegos, como quien dice, está la mayor parte del pescado vendido. En otras palabras, existen ya una gran cantidad de empresas que son auténticos gigantes del sector y que son las que se llevan casi todo el negocio.

Esto quiere decir que apenas hay espacio para proyectos independientes como Polygonal Mind, especialmente para novatos como éramos nosotros entonces.

Mi socio abandonó, pero yo no me quería rendir. Londres seguía ahí, y yo no había hecho ese viaje tan costoso, no había llamado a tantas puertas y no había tenido tantísimas reuniones aburridas con bancos en busca de financiación para nada.

Quería una empresa que fuera operativa. Al menos, tenía claras unas cuantas cosas.

Programar, no quería programar. No es que no supiera, es que no quería. Pero sí podía diseñar. Al fin y al cabo, yo también era diseñador, y mi idea de ir a Londres en realidad tenía que ver con hacer algo relacionado con el arte. Con eso, y con ser mi propio jefe.

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Si no podía crear mi propio videojuego, al menos sí podía echar una mano en los videojuegos de otros. Poco a poco, me empecé a acercar a eventos de videojuegos, conocí gente, unos contactos me llevaron a otros y conseguí mis primeros clientes.

Durante unos cuantos años hice de todo: escenarios para videojuegos, personajes, animaciones, logos...

Con el tiempo, empezaron a llegar los primeros encargos de cierta envergadura: participamos en el desarrollo de Morphite, un videojuego de PS4, y Totally Reliable Delivery Service, otro para móviles.

La gente quedaba contenta y un cliente llevaba al siguiente. El negoció creció y de Londres tuvimos que trasladarnos a otras ciudades de Europa como Praga en busca de más contactos.

También recibimos por aquel entonces nuestros primeros encargos para el metaverso, un concepto que yo en 2017 contemplaba con cierto escepticismo. Pero, de nuevo, mi vida estaba a punto de girar por donde yo no lo esperaba.

A finales de 2018, tras instalarnos en Zaragoza y ampliar el equipo para llegar a los encargos, un hombre se plantó en nuestro coworking.

Me cuenta que es de EEUU y que tiene un viñedo en Argentina con capacidad para producir miles de botellas de vino. Las vende, me dice, con un método muy particular.

Lo hace emitiendo criptomonedas que en principio equivalen a una de sus botellas. Tras conseguir uno de estos tokens, cualquier comprador, apoyado en la tecnología blockchain, puede hacer con su token lo que quiera, desde revenderlo hasta compartirlo o guardarlo.

Este sabe que, en todo caso, su token equivale a una botella de vino real, un producto singular que le pertenece de forma exclusiva a la persona que entregue esa criptomoneda en concreto.

Sí, más o menos, es una lógica parecida a la que hay detrás de otros productos criptográficos como los NFT. Corría, ya digo, el año 2018, y Mike Barrow, el hombre que me explicó aquel negocio, acababa de abrirme de par en par las puertas del mundo cripto y el metaverso.

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Pasado un tiempo, Barrow se vuelve a poner en contacto con nosotros. En esta ocasión, me habla de Decentraland.

Como no tenía mucha idea de qué era eso, me metí. Enseguida me di cuenta de un par de cosas. La primera es que era un proyecto interesante y, sobre todo, muy bien financiado, con gente como Barrow dispuesta a dejarse una buena cantidad de dinero en su desarrollo.

Lo segundo que vi es que el nivel artístico que presentaba este entorno virtual estaba muy por debajo de lo que nosotros ya éramos capaces de hacer. Ahí había mucho potencial para una empresa como la nuestra.

También había un problema: por aquel entonces, la gente que estaba explorando Decentraland no era precisamente lo que podríamos denominar bolsillos desahogados. Cuando les dábamos nuestras tarifas, muchos se echaban para atrás.

Esto fue así hasta que hubo quien no lo hizo. Finalmente, un grupo de coleccionistas de NFT llamado Momo Collection nos planteó un reto que por aquel entonces sonaba extraño pero que hoy está a la orden del día: querían una galería de arte para mostrar sus NFT.

A nosotros, que ya habíamos intentado construir, entre otras cosas, nuestro propio casino, nos costó poco decirles que sí. El resultado, un espacio que se compone de 259 tierras que cuenta con criptoartistas famosos, como Hackato, Xcopy, GiselX, RealRobness y Mattkane, aún se puede visitar.

Para ese momento, también diseñábamos ya avatares de carácter más o menos exclusivo para ciertos clientes, una tarea para la que, desde el principio, mi vinieron muy bien mis conocimientos en anatomía humana.

Puede que, como negocio, crear avatares en el metaverso suene en principio algo extraño, pero tiene en realidad todo el sentido.

Desde hace tiempo, sabemos que una de las principales vías de negocio de entornos virtuales como Fortnite son las famosas skins. Esto quiere decir que la gente está dispuesta a pagar por tener un aspecto que nadie más tiene en el mundo virtual.

En mundos como Decentraland, gracias al blockchain, existe además la posibilidad de asociar de forma definitiva un avatar con el dueño que ha pagado por él, algo que nos ocasionaba una infinidad de dolores de cabeza cuando empezamos en el negocio.

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Antes, los avatares quedaban alojados en mundos virtuales a disposición tanto de quienes habían pagado por ellos como de quienes no.

En Decentraland, la propia naturaleza de la plataforma, con su blockchain, me ofrecía una solución a la identidad del dueño del avatar, una cuestión que hasta ese momento se había llevado buena parte de mis jornadas. Casi no podía pedir más.

Tanto creció el negocio de los avatares que, finalmente, este cuenta con su propio proyecto, CryptoAvatars, una plataforma a través de la que recibimos encargos para crear personajes virtuales para el metaverso.

Creatividad y metaverso: así será el futuro

Es por este tipo de cosas que creo que el metaverso es una revolución que, con el tiempo, llegará para quedarse. Aunque ya había dado pistas de ello con la compra de Oculus, que Zuckerberg haya dado ese giro a Meta no hace sino confirmar la intuición que muchos teníamos hace tiempo.

Hoy, aunque yo no llevo exactamente las cuentas de la empresa, calculo que facturaremos al año más de medio millón de euros. Y esto es solo el comienzo.

El año pasado éramos 6 personas, y este lo hemos empezado ya 42. El precio del encargo estándar que llega a nuestra empresa ronda los 50.000 euros. Por ahora, es suficiente para que nuestro trabajadores cobren entre 15.000 y 20.000 euros anuales.

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Por supuesto, entre estos hay un nutrido grupo de programadores que son muy buenos y muy rápidos, y mi formación me permite de cuando en cuando sentarme con ellos, entender de verdad qué es lo que me dicen y poder pedirles con exactitud qué cosas quiero.

Pero lo que más busco para la empresa son artistas, personas con formación en Bellas Artes dispuestas a aprender sobre un mundo virtual que les ofrece posibilidades casi infinitas.

Y sobre el propio metaverso, creo que las gafas de realidad virtual serán cada vez más frecuentes porque las habrá cada vez más baratas (de hecho, su precio ya ha empezado a bajar).

A lo mejor no estamos en el punto en el cual pasamos todo el día en el metaverso. Sin embargo, pronto este será una alternativa más de pasar el tiempo libre y comunicarnos.

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