Es totalmente evocador detenerse unos instantes, respirar los aromas indescifrables que por allí transitan, mientras escuchamos el sonido del agua que recorre las acequias y suspendemos nuestra mirada en el brillo de alguno de los frutos.
Se cuenta que tras la bomba de Hiroshima, un jesuita japonés solicitó algunas semillas de los naranjos del patio de la mezquita y con ellas creó un jardín dedicado a la memoria de las víctimas.
Cuando uno accede al interior de la mezquita es invadido durante unos minutos por un estado de ensoñación, de divina confusión, provocado por la visión en penumbra de algo que se asemeja a un bosque. Una floresta con más de ochocientas columnas –muchas, pero nada comparable con el millar que llegó a tener siglos atrás-de granito, jaspe y mármol, unidas por trescientos sesenta y cinco arcos de doble herradura. Cada capitel y cada columna son diferentes y parecen estar suspendidos en un resquicio de eso que alguien denomino espacio-tiempo.
Algunas columnas tienen su propia intrahistoria. En una de ellas hay una cruz tallada, la leyenda defiende que fue realizada por un cautivo cristiano y que la forjó con una de sus uñas. Cerca hay otra protegida por una mampara, ya que los visitantes se afanaban en rascarla con una moneda porque desprendía un intenso olor a azufre. Los mentideros de la ciudad afirmaban que su soporte se encontraba en lo más profundo del infierno.
Uno de los preceptos más importantes del islam es que la quibla debe estar orientada hacia La Meca, sin embargo, en la mezquita cordobesa el muro está dispuesto hacia el río Guadalquivir. Basta con acceder a la aplicación de la brújula de nuestros teléfonos inteligentes para comprobar que la declinación de la aguja es 157º SE, muy superior a los 57º que marca la asignación preceptual.
En la frondosidad de las columnas hay una zona deforestada, la catedral cristiana. En ella destaca una preciosa y ornamentada sillería, situada a dos niveles, de una belleza incomparable y labrada en madera de caoba procedente de algunas de las islas del mar Caribe. Junto al púlpito de la Capilla Mayor hay un buey blanco que, según la leyenda, fue utilizado por los musulmanes para llevar hasta allí las columnas. Cuando descargaron la última el animal se derrumbó muriendo de inmediato. Para honrar su labor el arquitecto ordenó construir esta escultura.
Se cuenta que cuando Carlos V contempló por vez primera la Capilla Mayor no pudo por menos que exclamar lo siguiente:
Alrededor de la catedral hay repartidas casi cuarenta capillas, siendo la de Villaviciosa la más bella, con su lucernario y sus espectaculares arquerías. En otra de ellas –la de San Bartolomé- se encuentra enterrado el poeta Luis de Góngora.
Antes que califal, Córdoba tuvo un pasado romano. Durante esa época se construyó un templo, del cual quedan como vestigio unas cuantas columnas, la huella imborrable de un pasado esplendoroso. Parece ser, al menos a esa conclusión han llegado los expertos, que su culto estuvo dedicado a los emperadores divinizados y que el templo se podía distinguir desde la vía de entrada a la ciudad.
Si el tiempo y las fuerzas lo permiten, finalizaremos nuestro recorrido encaminando nuestros pasos al Museo Arqueológico. De su magnífica colección destacar, sobre todo, la llamada cerámica verde y manganeso califal, en la que sobre un fondo blanco hay una rica ornamentación en verde y negro (el verde es el color de Mahoma, el blanco el de los Omeyas y el negro es la representación de la dignidad califal).
Nos detendremos apenas unos minutos para contemplar los exvotos ibéricos, ofrendas que se depositaban en los santuarios (ojos, dentaduras, piernas) para agradecer o solicitar favores divinos y en la escultura ibérica de caliza blanca en forma de amenazante leona. Una maravilla arqueológica del siglo IV a. de C a la que se presume una función funeraria y que no podemos dejar de admirar en nuestro viaje a Córdoba.
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