Aedio camino entre Foz y Burela, enclavado entre la playa da Pampillosa y la de Arealonga, la pétrea línea de costa gana al mar unos metros, conformando una pequeña península conocida como “Punta de Fazouro”. En ella reposan hoy los restos de la civilización celta que, antes de la llegada de los indoeuropeos a estas tierras, se ubicó en esta terraza al Cantábrico, instalando aquí un pequeño poblado cuyas gentes, como los estudiosos aseguran, vivían del mar y de la ganadería ovina y bovina.

Los habitantes del castro erigieron su pequeño poblado movidos por la estratégica situación del lugar, la primera línea de costa; punto clave en la defensa de sus gentes y en el aprovisionamiento de recursos para su manutención. Detrás, los bosques atravesados por el río Ouro. Delante, el bravo Cantábrico batiendo contra el acantilado. Quienes hemos tenido la suerte de disfrutar de la caída del sol, iluminando de un suave color anaranjado las paredes de pizarra del asentamiento, podemos entender la acertada decisión de los antiguos pobladores de estos lares por traer su vida, la de sus familias y la de sus animales a este icónico lugar de A Mariña. Con el atardecer la brisa del mar penetra hacia el interior, purifica la tierra y embriaga con su intenso aroma a salitre todo el lugar. Las ondas del Cantábrico relucen, cegadoras, mientras allá, adentrándose en el mar, los primeros pesqueros de la tarde navegan hacia la captura del bonito y la merluza, entre otros manjares.

Volviendo la vista al antiguo campamento, llama la atención la forma rectangular de sus edificaciones, partiendo de la fama circular que presentaban las tan extendidas en Galicia casas castreñas, cuya estructura ha sido desde siempre asociada por los entendidos a la civilización del Neolítico avanzado. Ello se debe a la influencia romana, que extendió por toda la Península Ibérica las líneas de su tradición cultural; también en el plano de la arquitectura. De ello da crédito el hallazgo de un antoniniano, moneda romana del s. III puesta en circulación en el mundo romano durante los primeros años de reinado del emperador Caracalla, cuyo nombre real, Marco Aurelio Severo Antonino, determinó la denominación de dicha moneda. También se han hallado en el asentamiento una fíbula de bronce (antigua hebilla para sujetar las prendas de ropa), restos de cerámica y hasta molinos de mano, para triturar el cereal. El Castro de Fazouro guarda una particularidad respecto a los demás que pueblan nuestra Galicia. Los arqueólogos descubrieron, durante los trabajos iniciados en los años sesenta, la existencia en el habitáculo que conformaba la antigua vivienda de un núcleo familiar de losetas de pizarra salientes hacia el interior desde el muro, lo que se entendió como una posible antigua escalera para conectar dos plantas en altura. Este hallazgo constituye un detalle único en cuanto a los conocimientos que hasta ese momento se tenían de la cultura castreña, donde las viviendas típicas, circulares en su mayoría y de grandes tejados de paja, como las que se pueden encontrar en Santa Tecla o en las famosas pallozas de O Cebreiro, no contaban más que con una planta baja, donde se desarrollaba la vida familiar en torno a un fuego central, para calentarse y asar el alimento.

El castro de Fazouro

Una de las leyendas más conocidas en el Concello de Foz es la que atribuye al “Obispo Santo” Gonzalo la resistencia de los vecinos de estas costas frente a la invasión normanda, allá por el s. IX. Estos ataques ya existían en los primeros siglos de nuestra era, de la mano de feroces piratas venidos de ultramar, lo que explica que los habitantes del Castro de Fazouro, aunque valientes, acabaran abandonando su asentamiento para desplazarse a zonas donde, también valorando lo estratégico de la ubicación, pudieran pasar más desapercibidos y no se encontraran tan expuestos a ataques desde el mar. Quienes deseen visitar este trocito de historia de Galicia, Bien de Interés Cultural desde 2017, pueden hacerlo incluso desde el encantador FEVE, en la línea que une Ferrol con Oviedo, cuya estación de Fazouro dista algo menos de trescientos metros del castro, siempre abierto al público y con carácter gratuito.

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