Celebra hoy el cristianismo la Pascua de Resurrección. Más allá de que se profese o no alguna religión, no hay duda de que en estos tiempos la fecha cobra un significado especial ya que cualquier ocasión es buena para celebrar todo aquello que signifique un renacer después de la muerte, un resurgimiento después de tiempos tan aciagos.
Los cuarenta días que median entre el fin del Carnaval, una fiesta pagana, y el Jueves Santo son tiempos de reflexión y, según la liturgia cristiana, de acompañar a Jesús en el ayuno que realizó en el desierto luego de su bautismo. El ayuno es entrega a Dios, es preparación para las celebraciones pascuales, es huir de las tentaciones y es demostrar el amor a Cristo emulándolo en su sacrificio. En sus comienzos consistía en abstenerse de los placeres del cuerpo y comer lo mínimo indispensable en base a legumbres. O sea, nada de carnes, leche y tampoco huevos. Pero claro… las gallinas, esas pecadoras, seguían poniendo de modo que los huevos se cocinaban para que no se pusieran feos y pudieran ser consumidos en la Pascua. Siglos después, en la Europa moderna, comenzó la costumbre de decorar estos huevos con pinturas de diversos colores y obsequiarlos como significado del renacer, de la alegría de una nueva vida y, también, de la llegada de la primavera.
Y si para el catolicismo de Roma la Pascua es fundamental, para la Iglesia Ortodoxa es la fecha más importante. Por eso no es de extrañar que en Rusia hayan nacido los huevos de Pascua más famosos del mundo: los huevos imperiales de Fabergé.
Porque, partiendo de aquellos sencillos huevos pintados en las mesas familiares europeas, en el siglo XIX, los que contaban con algún dinero ya había comenzado a encargar a prestigiosos orfebres verdaderas joyas en forma de huevo. Y Alejandro III, emperador de todas las Rusias, no iba a ser menos.
Aunque la leyenda dice que este zar regaló un huevo Fabergé a su esposa para consolarla de su nostalgia por Dinamarca, su país natal, lo cierto es que en 1885, fecha del primer encargue, la pareja se había consolidado, había tenido sus seis hijos y María Fiódorovna estaba perfectamente adaptada a la corte rusa. No obstante, el emperador quiso tener con ella un detalle para conmemorar los 20 años de su compromiso matrimonial, y en esas Pascuas encargó a Carl Fabergé, un artesano establecido en San Petersburgo, la realización de un huevo inspirado en una joya danesa que había pertenecido a la tía abuela de su esposa. Debía ser sencillo por fuera pero contener fabulosas joyas en su interior. Algo así como los actuales Kinder tan preciados por nuestros pequeños.
El resultado fue un huevo realizado en oro pero esmaltado en color marfil; contenía una gallina en oro macizo y otras pequeñas joyas. María quedó fascinada y Alejandro, que la adoraba, decidió que en cada Pascua le regalaría un huevo-joya. Así fue como surgió la gran colección de los huevos imperiales de Fabergé.
El orfebre se fue superando año a año. Sus piezas estaban confeccionadas de oro, platino, plata y níquel y estaban adornados con pequeñas piezas de, entre otros minerales, jade, ágata y lapislázuli. Y, por supuesto, contenían piedras preciosas de la más alta calidad. En su interior podían tener pájaros, retratos, barcos, trenes en miniatura o, incluso, pequeños peines y horquillas para el cabello de la zarina. Muy pronto, nada quedó de la sencillez del primer huevo de color marfil y el sentido de opulencia de los Romanov pudo más.
El 1 de noviembre de 1894 el zar Alejandro III falleció y fue sucedido por su hijo Nicolás quien tan solo una semana después del entierro de su padre, se casó con su prima hermana, la princesa Alejandra de Hesse.
La pareja estaba enamorada pero la boda fue un poco lúgubre y aunque María intentó dar una cálida bienvenida a su nuera, lo cierto es que le costaba resignarse a pasar de ser la primera dama de la corte a ser la emperatriz viuda que debe abandonar el palacio y retirarse al campo. Ella estaba acostumbrada a presidir las grandes fiestas, algo que Alejandra odiaba, así que no solo no se resignó al ostracismo sino que siguió lo más campante por San Petersburgo creando una especie de corte social paralela.
En este ambiente podemos intuir la reacción de la señora cuando, en sus primeras Pascuas como viuda, su hijo le contó que pensaba seguir con la costumbre de obsequiar a la emperatriz consorte un huevo de Fabergé. Desconocemos si Nicolás tuvo la intención de regalarle también un huevo a su madre o fue consecuencia de alguna frase tal como “Claro… a esa ingrata advenediza le regalás un huevo y a mí que me parta un rayo”, pero lo cierto es que a partir de 1895 el nuevo zar encargó huevos para su esposa y su progenitora. Y estos fueron cada vez más suntuosos y recargados. Comenzó la etapa de los huevos que conmemoraban acontecimientos de la corte o el país: el huevo de la coronación, el huevo del tren Transiberiano, el del yate Standard y un largo etcétera hasta completar 52 huevos imperiales de los que han llegado hasta nuestro días y están perfectamente ubicados y conservados un total de 44. Se incluye en esta cifra el huevo llamado Constelación del Zarevich, encargado por Nicolás en 1917 y que el advenimiento de la Revolución Rusa impidió que Fabergé lo terminara.
En el siglo XIX, las familias europeas adineradas encargaban joyas en forma de huevo
Los Romanov fueron ejecutados el 17 de julio de 1918 pero los huevos los sobrevivieron y siguen siendo un símbolo de su majestuosidad y riqueza a tal punto que tratar de localizarlos fue uno de los grandes desafíos de los coleccionistas de arte del siglo XX. Hoy hay diez de ellos en el Kremlin, nueve en el Museo de Fabergé en San Petersburgo, cinco en el Museo de Bellas Artes de Virginia, en Estados Unidos, tres pertenecen a la colección de la reina Isabel II de Inglaterra y uno es propiedad del príncipe Alberto de Mónaco. El resto está desparramado en pequeños museos o en manos privadas.
La última cifra alcanzada en un remate por un huevo de Fabergé alcanzó la suma de 18 millones de euros pero Sotheby´s estima que si hoy se vendiera algún ejemplar podría llegar a los 30 millones.
La casa Fabergé de San Petersburgo creó otras miles de joyas e, incluso, huevos especiales para aristócratas de Europa pero en 1917 el sueño terminó. La firma fue nacionalizada, Carl huyó a Suiza y dos años después falleció. Sus hijos recalaron en París donde continuaron con el negocio hasta que en 1937 lo vendieron. Se inició así un proceso de ventas, adquisiciones y litigios sobre la marca y ésta perdió todo el glamour. Bajo el paraguas de Fabergé se denominaron perfumes, ropa, esmalte de uñas y hasta una colección cápsula de champú de la actriz Farrah Fawcett-Majors, protagonista de Los Ángeles de Charlie y de abultada y ochentosa cabellera. En 1989 la marca la compró la multinacional de consumo masivo Unilever y comercializó, como para terminar de arruinar su reputación, desodorantes y artículos de limpieza.
La corona Rusa llegó a tener una colección de 52 fantásticos huevos de Fabergé
En 2007, por fin, fue revendida a una empresa que volvió a posicionarla como marca de venta de artículos de alta joyería con sedes en Londres, Hong Kong y Nueva York. Lo primero que hicieron fue una colección de dijes con forma de huevo, los primeros desde 1917. La campaña de lanzamiento estuvo a cargo del afamado fotógrafo Mario Testino, el preferido de Lady Di, e intentó devolver a la firma todo su prestigio. La directora de proyectos especiales y embajadora de la firma es Sarah Fabergé, una bisnieta de Carl.
Está de más decir que los huevos imperiales fueron únicos e inalcanzables. Pero la tradición continúa hoy en nuestros huevos de chocolate bellamente decorados. Aunque es verdad que a juzgar por los precios actuales parecen de oro y diamantes, siempre habrá alguno para regalar a los principitos y princesitas de la casa. Que sirvan como símbolo del resurgimiento después de las difíciles pruebas que nos está tocando sortear. Les deseamos, desde estas páginas, muy felices Pascuas.
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